Opinión
Ver día anteriorDomingo 10 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Sombras y maniquíes

A

causa de una fractura y un prolongado periodo de recuperación, Lugarda llevaba meses de no caminar sola por la calle que ha sido el eje de su vida. De milagro no la han modificado. Allí siguen las boneterías y las tiendas especializadas en vestidos de fiesta que aún le provocan sueños, aunque ahora ya sean imposibles. El tiempo no regresa, murmura sin importarle que alguien pueda escucharla. En su casa, en cambio, debe evitar los monólogos para no oír la eterna pregunta de su hija: ¿Con quién hablas?

A Lugarda le parece increíble que en una calle atestada de gente pueda sentirse más libre y dueña de sí misma que en ninguna otra parte. En esa noción de libertad reconoce la que experimentaba cuando era niña y, contrariando las órdenes de su madre, al regresar de la escuela se detenía frente a las tiendas y soñaba con ponerse en su fiesta de 15 años alguno de los vestidos amplios y vaporosos que se exhibían en los aparadores.

No tuvo fiesta ni ajuar de 15 años. Sustituyó ese anhelo por otro: tener un vestido de novia recamado con flores de gasa como aquel que modelaba una maniquí rubia, espigada y envuelta en tules como nubes blancas.

Aunque sabe imposible que la figura continúe en el sitio estelar del aparador, Lugarda siente deseos de comprobarlo. Es un capricho tonto, lo reconoce, pero puede permitírselo ahora que nadie le marca el paso ni le hace advertencias como si fuera una niña y no una mujer próxima a cumplir 80 años. Atraviesa la calle y continúa en dirección al establecimiento que tantas veces marcó un alto en su camino. Embargada de una felicidad infantil, sonríe al ver Novias y Reinas junto a la joyería en donde se exhiben arras de oro falso, buqués, coronas y rosarios de cristal que, iluminados por la luz del sol, le siguen pareciendo de diamantes.

II

Lugarda se detiene frente al aparador. Aunque iba preparada para sufrir una desilusión, le disgusta comprobar que el espacio en donde reinaba su maniquí predilecta lo ocupan seis muñecas con pelucas fosforescentes y vestidos que más que de novia parecen de fiesta.

Le puedo mostrar el que guste. La oferta de la vendedora la toma por sorpresa y duda antes de contestarle con una mentira: Nada más estoy viendo. Mi nieta va a cumplir sus 15 años. Falta para eso, pero quiero darme una idea. Adentro tenemos un surtido muy amplio y todo a buenos precios. Espero a una amiga y si no me ve pensará que la dejé plantada. Luego paso.

La empleada pierde interés y presurosa va al encuentro de otros posibles clientes. Lugarda observa con extrañeza los vestidos de novia tan provocativos y los compara con el suyo abotonado y simple. Le gustó ponérselo aunque no era el que había soñado. Tampoco lo fue su vida de casada, empezando por el viaje de bodas. Ella y Ernesto no fueron a la playa, sino a un hotel del centro. Su noche nupcial no transcurrió envuelta en el rumor de las olas, sino torturada por los estertores de una bomba de agua. Aturdido, Ernesto se levantó a las dos de la mañana para ordenarle al administrador que apagara la máquina. La respuesta del hombre fue desagradable y se hicieron de palabras. Cuando Ernesto regresó al cuarto temblaba de furia y decidió que a la mañana siguiente salieran de allí. ¿A dónde? A la casa de mis padres, mientras buscamos algo para nosotros.

El mientras se prolongó seis años. La primera noche de aquella temporada que Lugarda recuerda como un infierno doña Erlinda, su suegra, le advirtió que en la casa las mujeres tenían que levantarse temprano para recolectar agua en cubetas porque después se agotaba. Su suegro, don Tobías, le repitió lo dicho mil veces a la hora del brindis por los novios: La mujer a la prudencia; los hombres, a la bebencia.

III

Meses después comenzó para Lugarda la tortura de las indirectas, las miradas maliciosas y las preguntas indiscretas de doña Erlinda: ¿No piensas tener hijos? Para eso te casaste y si no, ¿para qué? Lugarda, sintiéndose más culpable que nunca, guardaba silencio en vez de responderle lo que hubiera querido: Para compartir mi vida con un hombre al que ame y me respete, al que no le tenga miedo, que no me golpee ni me obligue a ocultarlo, que no me insulte cuando se da cuenta de que no estoy embarazada y sobre todo que no me haga responsable de la esterilidad si lo que más quiero es tener muchos niños.

Luego, cuando el trato con su esposo y su familia política se volvió más difícil, modificó su proyecto y le suplicó a la Virgen que le hiciera el milagro de traer al mundo dos descendientes: Un niño para que cuando sea grande me defienda, y una niña para que me acompañe y con quien pueda hablar sin que me calle ni me diga que estoy loca.

Lugarda advierte que dos muchachas están junto a ella cuando una comenta: Amiguis, aquel vestido, ¿no te parece un sueño? Esa palabra le recuerda a Lugarda lo que había logrado olvidar: la pesadilla recurrente. En ella se soñaba metida en una caja de cartón, como su vestido de novia, asegurada con el lazo que Ernesto empleaba para castigarla por su esterilidad.

Ansiosa porque el recuerdo se borre, Lugarda cierra los ojos. Cuando los abre se ve reflejada en el cristal del aparador. La asombra lo mucho que ha empequeñecido. Unos centímetros menos y tendrá la estatura de cuando era niña y se detenía frente al aparador para anhelar un vestido de encaje vaporoso, luego otro recamado con flores de gasa. Piensa en su traje de novia sencillo, abotonado, que envejeció dentro de una caja de cartón hasta que al fin se perdió en la mudanza a la casa de su hija Araceli.

La niña que recibió con tanta felicidad provocó el distanciamiento de su esposo. Ernesto no le perdonaba que le hubiera dado como primer descendiente a una mujer y no a un varón al que heredarle su nombre, su carácter, sus sueños de grandeza. Lugarda recuerda que sólo en medio de la ebriedad Ernesto era capaz de referirse a su otra gran ilusión: ser dueño de su propio negocio y no el simple ayudante del tío que lo trataba con la punta del pie y siempre bajo amenaza de correrlo.

La ebriedad que le permitía esos desahogos también fue el verdugo de Ernesto: murió a los 49 años solo, amargado, inconsciente. Lugarda trata de imaginarse cómo sería su esposo si hubiera vivido hasta ahora. Sólo consigue ver el perfil de un hombre que se fue borrando en su recuerdo.

¿Todavía no llega su amiga? Lugarda reconoce a la vendedora que antes la invitó a entrar en la tienda. En vez de responderle, sonríe y vuelve a caminar por la calle que tanto la emociona. La alegra haber comprobado que continúa igual. Allí siguen las boneterías y las tiendas para quinceañeras y novias. Sólo cambió una cosa: su reflejo empequeñecido en los vidrios de los aparadores.