Opinión
Ver día anteriorDomingo 20 de enero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La casa en el árbol
S

igo soñando con la casa en el árbol que nunca llegué a tener. Lo más cerca que he estado de una de estas casas ideales fue cuando durante unos días del otoño pasado me detenía a contemplar una fotografía de tamaño natural (vista a cierta distancia) de la casa en un árbol en medio de un bosque con la que una tienda de artículos para excursionismo ocupaba su vitrina principal. Cómo se me antojaba treparme por el tronco y entrar a esa casa, de las dimensiones justas para contener una pequeña mesa debajo de la ventana, una silla y un camastro. Llamarla casa es una exageración, pero yo me veía pasar horas ahí sin carencias, quizá porque en ciertos estados en los que caemos los soñadores no tener los pies en la tierra nos permite estar bien al imaginar la vida más que al vivirla material y llanamente. Quién quiere un lavabo a esas alturas. Quién va a pensar en tuberías y conexiones y contratos. Allá, alguien como yo sólo se sienta a escribir, o se acomoda a leer o a divagar y no necesita nada más. Habrá un río cerca, sin duda. O el mar. Agua no faltará. Una cañada. La música te la procura la Naturaleza, es decir, ella y su séquito de seres vivos. También ofrece motivos para su contemplación. Incluso en la oscuridad. Y lo que hace sobre todo la Naturaleza es acompañar, de modo que solitario no llegas a sentirte, ni proscrito. La casa que digo era de madera, igual que su contenido, pero ignoro de qué árbol. Me compenetré tanto con esa madera que llegué a olerla. A veces olía a roble, a veces a caoba. Llegué a pasar la mano por el exterior de sus paredes, de su puerta, imaginariamente, por supuesto. Y, si cerraba los ojos, también recorría a tacto su interior. El piso. ¡El techo! Muy alta no era. Me llamaba la atención que de una de las ramas del árbol en el que esta casa estaba empotrada colgara una larga escalera de cuerda. Pero me intrigaba más que al pie del tronco descansara un baúl, negro, con chapa y refuerzos de plata. Era demasiado grande. Contuviera lo que contuviera, el contenido no cabría en la casa del árbol. Es más, un ocupante de esa casa no cargaría con nada que pesara más que su propia historia y preocupaciones. Estas cosas lo entretendrían lo suficiente para no requerir de otro entretenimiento. Lo enredarían lo suficiente sus propios nudos, los mismos con los que treparía hacia la casa precisamente para destrabarlos ahí dentro, a su entera holgura, si lo que quiero decir así se dice. En calma, sin prisa. Era una incongruencia, ese baúl, es decir, al pie del tronco del árbol entre cuyas ramas se encontraba asentada la casa, el tronco era su cimiento, con sus raíces. Cómo contemplaba la casa. Quien en esos momentos hubiera pasado a mi lado me habría oído suspirar, quien me hubiera observado más de cerca habría notado que, de tanto en tanto, corrían lágrimas por mi cara. No muchas, tampoco. Era cuestión de pasarles encima el dorso de la mano y se secaban de inmediato. Hacerse una casa en un árbol era cosa de niños. O de niñas, siempre que fueran niñas que se condujeran como si fueran niños, lo que no era mi caso. Nunca fui marimacha. No pasaría frío en esa casa, así estuviera nevando, así el viento la azotara a ella y su rumor azotara mi alma. Caminaba hasta esa tienda aunque me dolieran las piernas, subía la cuesta de la avenida con tal de pararme enfrente de la vitrina a contemplar la fotografía de la casa en el árbol. Admito que la presencia del baúl me molestaba, por más que diera realidad a mi sueño, pues el que no ve molestias en sus sueños, de las que no puede borrar, no sabe lo que es soñar. Las molestias, sobre todo las que no desaparecen aunque las barras o las restriegues con todas tus fuerzas, tienen algo que decir que hay que saber escuchar. Llegó a ser tan apremiante mi deseo de ver la casa del árbol que a veces no comía con tal de desplazarme hasta la tienda aquella y contemplar la fotografía en su vitrina principal. Un día me animé y entré a la tienda, incongruente como resultaría mi presencia al dependiente que se me acercó para ver qué necesitaba. Le pedí la fotografía de la casa en el árbol. Era indispensable que yo la tuviera a mi alcance. Pero el vendedor pareció no entender el idioma en el que yo me expresé, o la seriedad de mi petición, pues, tras mirarme con fijeza (¿o fue asombro?), me condujo a la salida y apenas crucé el umbral cerró la puerta a mi espalda.