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La ironía del turismo cultural de Woody Allen
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Periódico La Jornada
Sábado 10 de noviembre de 2012, p. a16

El turismo cultural que practica Woody Allen en sus filmes es tan divertido como variado, ecléctico, banal, profundo, aleccionador y, sobre todo, crítico.

Porque no es otra cosa sino turismo cultural la intención, el formato y contenido de Vicky Cristina Barcelona, Midnight in Paris y la más reciente, To Rome with Love.

Los inversionistas de las ciudades de Barcelona, París y Roma pagaron al genio de Manhattan para que atrajera turistas a esas capitales, a cambio de que él filmara lo que quisiera. Este moderno mecenazgo habilita entonces un sistema de obras por encargo donde la libertad creativa campea a cabalidad, sin acotación alguna.

Eso justamente era lo que buscaba Mozart antes de morir: escribir a su libre albedrío con las ganancias de los encargos consabidos de misas, liturgias y otras músicas utilitarias.

El maestro Woody Allen, por su parte, ha creado deliciosos juguetitos donde disfrutamos de los puntos de atracción turística más obvios en cada una de esas ciudades, como pago de peaje para disfrutar de la jiribilla de este genio incomprendido.

El ejemplo más elevado es Match Point, esa obra maestra cuyo formato insospechado es el de una ópera, con la finta que se comen todos: de que se trata de una película donde hay una ópera y no al revés: una ópera que es una película.

Match Point transcurre en Londres, donde vemos las obras maestras de su arquitectura por igual que los lugares de shopping más anhelados por el turismo banal, pero al mismo tiempo locaciones tan exquisitas y privilegiadas como el museo Tate Modern.

Algo similar sucede en Venecia durante el filme Everybody says I Love you. Y bueno, el contrapeso monumental de estas películas recientes es el gran amor de Woody Allen: Manhattan.

La música reina también entre los amores más intensos de este hombrecito gigantesco. Ya en Disqueros anteriores hemos reseñado sus profundos conocimientos de la música de Prokofiev, Albéniz, Wagner, Donizetti, Verdi, entre una lista larga de autores cuyas obras aparecen en sus filmes, además, por supuesto, de lo consabido: el dixieland y el jazz clásico. La música popular, la obvia y la poco frecuentada, es otro de sus aciertos.

To Rome with love lleva en el nombre su penitencia: el título lo aborrece el propio autor, porque es lo soso, lo que dicen los inversionistas que pide el público. Allen sí respeta a su público, la inteligencia de sus espectadores, de manera que el título original era The Bop Decameron, como un homenaje a Giovanni Boccaccio, autor del Decamerón, en un juego de palabras con el bop, esa corriente jazzística liberada de ataduras. Ante la primera negativa, cambió a Nero Fiddled, pero no, don Gudi, le dijeron los señores del dinero, eso tampoco lo va a entender el público, de manera que quedó el bobo título que conocemos y en lugar del bop, guiños musicales hacia lo naive con aquel himno que cantaba Domenico Modugno: Nel blu dipinto di blu (Volare) y otras linduras italianas pop, además de una bomba de tiempo que explota sin que se den cuenta las buenas conciencias, en un ejercicio de imaginación usual entre los autores que deben vencer a la censura para decir lo que quieren decir: disfraza a un tenor de a deveras, Fabio Armiliato, de actor para pitorrearse de lo lindo del acartonado, farsante, blofero y esnobista sector amplísimo de la ópera: un cantante de regadera que triunfa en los mejores escenarios, en otra vuelta de tuerca a la crítica de la fama que también salpica con el actor Roberto Benigni, quien ya nunca se librará del sambenito bonyornoprinchipesa. La crítica es demoledora también contra la insaciable industria del disco, pero sobre todo con ese sector del público que mi maestro Juan Ibáñez bautizó como operópatas: aquellos que están enfermos de ópera. Escuchan ópera con las patas.

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