Opinión
Ver día anteriorDomingo 28 de octubre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La página en blanco
C

ontra el bloqueo del escritor, he echado mano de diferentes recursos, como estos juegos de infancia a los que hoy recurro.

Uno de ellos consiste en ponerme de pie y alinearme de lado a la mesa ante la cual estoy tratando de trabajar sin ningún resultado. Luego, se trata de adelantar un pie casi sin despegarlo del piso y sólo para colocarlo pegado delante del otro, primero el talón del derecho sobre el piso y pegado contra la punta de los dedos del izquierdo, y después el talón del izquierdo sobre el piso y pegado contra la punta de los dedos del derecho, una y otra vez. No hay que hacer nada más que eso, abandonar la página en blanco y ponerse de pie, acto seguido, dedicarse a adelantar los pies de esta manera, adelantarlos o quizás sería más exacto decir simplemente colocarlos. La idea no es desplazarse ni tampoco llegar a ningún lado. Sólo alejarse un rato de la página en blanco. En sí no es un juego de competencia, se juegue solo o acompañado, porque no es un juego que se juegue para ganar. O tal vez sí, porque si vuelves a escribir significará que has ganado. En todo caso, el único que pierde es el que no lo juega, pero no es que pierda nada, más que, si bien le va, vencer el miedo a la página en blanco. Este juego carece de reglas, o no recuerdo ninguna que hoy le pudiera aplicar, que me ayudara a retomar pronto el lápiz y atacar la hoja de papel hasta dominarla.

El otro juego que practico, que me ha aliviado de la desesperación ante la página en blanco, se parece al primero, sólo que se juega con los dedos de las manos. Consiste en pegar la punta del pulgar derecho con la punta del índice izquierdo para, acto seguido, pegar la punta del pulgar izquierdo con la punta del índice derecho y volver a empezar, una y otra vez, sin ninguna intención salvo la de jugar para no desesperarse, rápidamente o despacio, pero sin detenerse. Bueno, también sin equivocarse. Y quizás el que se equivoca pierde, pero tampoco es que pierda nada. Aunque este segundo juego no es tan eficaz como el primero, porque supongo que si te pones a contar las equivocaciones en un lapso determinado, lo conviertes en un juego de competencia, aún si sólo lo juegas contigo mismo, pero entonces esto implica que a veces pierdes y a veces ganas, y sea lo que sea, hoy lo único que quiero hacer con los dedos es dejar de jugar con ellos y retomar el lápiz hasta vencer la página en blanco. Este de los dedos es un juego casi eficaz, en todo caso más parecido al de adelantar los pies sin querer ir a ningún lado que, por ejemplo, el de ponerse a pronunciar trabalenguas, que se parece a los dos, el de los pies y el de los dedos de la mano, porque no deja de ser un juego, pero que se diferencia de ellos porque al aparecer la palabra reaparece la desesperación ante la página en blanco.

Como hoy ninguno de estos juegos me hizo retomar el lápiz y vencer el bloqueo que sufría, abrí la puerta y entré al salón de la fiesta de disfraces. Arrinconada a la izquierda, vi una cabeza con cuello. El cuello estaba enroscado en hileras de cuentas de un collar ocre que hacía juego con dos arracadas que colgaban de los lóbulos de las dos orejas. La cabeza tenía encasquetado un turbante de colores terrosos y el conjunto sobresalía del resto de los disfraces a mi alrededor como el más original. Pero habría sido tonto destacarlo, pues nadie me habría prestado atención. Por más excepcional que fuera, eso no se trataba de una persona, por lo tanto no era comparable con los demás invitados a la fiesta de disfraces. Si lo comparaba con una persona, eso resultaba extremadamente horrendo. Por su deformidad, era incluso repulsivo. Aun cuando se tratara de una broma, no hacía reír. Ningún invitado se le acercaba. Todos habían optado por hacerle el vacío y distanciársele, ignorarlo, repudiarlo al mantenerlo aparte.

Yo misma estaba por alejármele cuando vi que sus labios me sonreían. Así que me acuclillé ante la cabeza con cuello. Y de la manera más natural, trabamos conversación. La voz la identificaba como mujer. Las facciones de su cara eran muy finas. Su piel era entre rojiza y dorada. Si tuviera que calificarla, diría que era muy bella. Hablaba con un volumen bajo y su voz era aguda. Parecía apenada de ser sólo que era, de no ser igual a los demás, de no saber cómo conducirse entre los invitados al ser apenas lo que era, una cabeza con voz.