Opinión
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Mar de Historias

La ofrenda

S

usy, ¿te acuerdas? Hace años, siempre que nuestra familia iba a reunirse para alguna celebración, lo primero que hacíamos era sacar del mueble grande la vajilla, completa de milagro, el juego de cubiertos y el del agua. Tengan cuidado al lavar los vasos y la jarra. No son de vidrio: son de cristal, aclaraba Severa, la guardiana de aquellos bienes que habían resistido a las mudanzas, las trampas del jabón y las querellas que nunca faltan y van dispersando los bienes familiares hasta que acaban por emigrar al olvido. Luego, de vez en cuando, al calor de una conversación o a la vista de una fotografía recobran por un momento su forma, su sonido y su lugar en la casa.

Supongo que aún te burlas de la actitud solemne con que Severa sacaba de la caja forrada de charmés blanco –como ataúd de niño– el mantel rico en burgalesas que imitaban violetas, ramas, tallos, guías. Juntos, aquellos deshilados urdían una sutil tela de araña en donde siguen aprisionados el tiempo, la paciencia, los sueños y los ojos de la abuela y las tías que la ayudaron en el trabajo. Las iniciales de sus nombres –CLEM– están bordadas con punto de cadenilla en las esquinas del mantel: los cuatro ángulos de una cruz.

II

De seguro recuerdas también que antes de extenderlo sobre la mesa, colgábamos el mantel en el tendedero. El viento lo balanceaba de adelante hacia atrás como si fuera una persona meciéndose en el silloncito de bejuco. Severa siempre tuvo la precaución de descolgar el mantel antes de que el sol fuera más intenso y empezara a inocular la tela blanca con un inconveniente tono amarillo.

Asentar el mantel era toda una ceremonia. Lo incensaban las chispas y el humo desprendidos de las brasas sobre las que poníamos a calentar dos planchas de fierro. La grande se usaba para el alisado más vasto, la chica para desvanecer las arrugas mañosas, las ocultas entre las burgalesas. Mientras Severa, concienzuda, hacía el trabajo nosotras elogiábamos la habilidad de nuestras antepasadas deshiladoras como nunca lo hicimos cuando ellas vivían.

Tengo una adivinanza para ti, Susy: ¿en dónde se sentaban CLEM: o sea las tías Carmen, Leobarda, Edelmira y María? ¿No sabes? Yo sí: junto a la ventana entreabierta. Impedíamos que su hoja batiera atrancándola con una piedra negra, redonda, lisa, pesadísima. Nos la regaló la prima Elvira al regresar de un paseo a Río Seco. A mitad de la temporada que se quedó de visita en nuestra casa su vientre empezó a abultarse como si se hubiera comido la piedra negra. Después de dos años de no verla reapareció acompañada de su hijo que se llamaba Jesús, como un ahijado de mis padres. Elvira evitó explicaciones bochornosas diciéndonos que había bautizado a su niño con ese nombre para garantizarle la protección de Dios por el resto de su vida.

Ni siquiera nosotras, que entonces éramos chicas, le creímos esa mentira pero en aquel momento nadie dijo nada. Por la noche, después de la cena, cuando Jesusito se quedó dormido, mi papá y mi mamá se encerraron con Elvira en la sala: el primer cuarto de la casa.

No lo habíamos abierto desde que velamos allí al tío Tiburcio. (Que no se me olvide poner su retrato en la ofrenda.) Mis papás y la prima se quedaron horas hablando a la luz de dos quinqués que tenían flores dibujadas en sus bombillas. Se rompieron, ¡lástima!, si no, los acomodaría en la ofrenda: uno junto a los platitos con sal y otro detrás de los vasos.

Son los mismos de aquel juego que sacábamos cuando íbamos a tener alguna fiestecita en la casa. Ya los tengo listos para ponerlos el día 2 sobre el mantel. Las ánimas chiquitas quizá no los aprecien –¡al fin niños!– pero las grandes sí. Ya parece que veo cómo brillarán los ojos de la abuela y de las tías cuando vean esa obra de arte en la que siguen atrapados muchos años de su vida.

En cuanto a ti, Susy, no me cabe ninguna duda de que estarás feliz de ver esos objetos que miraste por lo menos una vez al año de los 78 que sumarán para siempre tu vida. De todos mis hermanos fuiste la última en irte. Tal vez seas la primera en volver. Te imagino con tu único vestido de fiesta. Era rosa, tenía pechera de encaje y falda amplia. El mío era igual. Mi mamá nos los mandó hacer para que asistiéramos a la boda de nuestra sobrina Elena. Era bonita. Tenía los ojos verdes y un lunar abultado, café, en medio de la frente. Siempre sentí la tentación de oprimirlo con el índice para desvanecerlo como si se tratara de otra arruga mañosa.

¿Por qué mencioné tu vestido? Ah, sí, porque estoy segura de que lo elegirás para la noche de nuestra reunión. ¿Sabes? Espero todo el año el 2 de noviembre. Mientras llega, arreglo la casa, ventilo los cuartos y los roperos. Tengo mucho cuidado en retirar del patio las plantas marchitas. Es lo que hacían mi abuela, mi madre, mis tías cuando se aproximaba una fiesta familiar.

¿Recuerdas la boda de mi tío Manuel? A nosotras nos pareció muy lujosa, y todo porque iban a servirse como postre dos pasteles. También los hizo Severa. Se pulió en dejar el betún tan terso como si fuera de seda. Eran todavía más perfectas las florecitas con que los decoró valiéndose de una dulla de franela.

Los invitados habrían exclamado a la llegada de los pasteles de no haber sido porque aparecieron con el betún cacarizo y apenas unas cuantas flores. La culpa recayó en los ratones. Pero tú y yo sabíamos quienes eran los responsables del destrozo: ¡nosotras! Aprovechando un descuido de mi madre nos metimos en la cocina vieja y pellizcamos la capa dulce y devoramos los adornos de los pasteles. Te juro que nada, nada, me ha sabido tan rico. Guardamos el secreto de nuestra maldad toda la vida. Espero que no se te vaya a ocurrir hacerle la confesión a quien sea tu compañero de camino.

Sé que es largo, tanto que les tomará muchas horas recorrerlo. Cuando lleguen aquí estarán muy cansados, por eso ya tengo listos el agua y la sal. Un granito bajo la lengua te da fuerzas y te quita el hipo, decía Severa. Apenas llegue, como todos los años, Severa se dedicará a contar los vasos para cerciorarse de que no he roto ninguno. Ah, y también revisará los cubiertos. Esa pobre mujer vivió con el temor de que alguien nos los robara. Creía que eran de plata pero son de alpaca. Cuando la vea no pienso decírselo, ¿para qué? Sería muy cruel hacerla ver que todos los minutos de su preocupación fueron inútiles porque nadie, ni el más necesitado de los ladrones, se habría molestado en llevarse un juego de cubiertos por el que en el empeño no me darían más de 200 pesos.

III

Susy, ya tengo la ofrenda lista con los retratos –incluido el de Esigual, nuestro perro adorado–, la comida, la fruta, las rosquillas, los dulces, las botellas de mezcal y los cigarros. Por cierto: ¿te acuerdas de aquella vez que a escondidas nos compramos una cajetilla y quisimos imitar a Bette Davis? Fumamos como locas frente al espejo y terminamos vomitando en el excusado. Aquella aventura es otro de nuestros secretos. Susy, por lo que más quieras, no se te vaya a ocurrir contárselo a quien este noviembre sea tu compañero de viaje. ¿Será tan largo como el de retorno? Lo sabré cuando yo también emprenda la caminata hacia el silencio.