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Ver día anteriorJueves 25 de octubre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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ace medio siglo la Unión Soviética empezó la instalación de armamento nuclear en territorio cubano. Ante semejante amenaza directa a su territorio, el gobierno de Washington respondió con un bloqueo naval para evitar que siguieran adelante los planes soviéticos y advirtió que, en caso de que no se detuvieran, estaba dispuesto a invadir la isla. Entonces se desencadenó la crisis de los misiles, que fue uno de los momentos más peligrosos de la historia de la segunda mitad del siglo XX. Un año antes, a raíz de la brutal decisión del entonces premier soviético, Nikita Khruschev, de levantar el Muro de Berlín para contener la huida de miles de alemanes del este hacia Alemania occidental, Estados Unidos había demostrado que podía protestar y gruñir por esa ciudad, pero no estaba dispuesto a morir por ella. En cambio, la defensa de Washington, Nueva York y una docena más de ciudades era otra cosa. Tan pronto como el presidente Kennedy fue informado de los movimientos en Cuba, la alerta roja se encendió en el cuartel general del comando militar conjunto y se iniciaron los preparativos para una guerra.

Hasta octubre de 1962, América Latina se había mantenido en la periferia de los principales conflictos de la guerra fría, siendo, como era, parte de la esfera de influencia de Estados Unidos. No deja de ser paradójico que la guerra nuclear, cuya amenaza había flotado como una impaciente nube negra sobre la década de los años 50, estuviera a punto de estallar en esa región. Sin embargo, si la geografía del enfrentamiento era hasta cierto punto inesperada, en cambio semejante hecatombe parecía ser la conclusión inevitable de la crispación que caracterizaba las relaciones entre las superpotencias desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Al menos así se vivió entre muchas familias mexicanas que habían estado sujetas al bombardeo anticomunista del Vaticano desde 1945, si no es que antes, cuando el papa Pío XII había recordado al mundo católico que el comunismo era el enemigo a vencer de la Iglesia y de todo buen creyente. En México, el mensaje encontró un terreno fértil. Las experiencias del anticlericalismo callista y del radicalismo cardenista, y desde luego la Cristiada, habían dejado una huella bien amarga en la memoria de la grey y de sus pastores, que equiparaban ese pasado a lo que leían, o más bien escuchaban, de lo que sucedía en los países comunistas. Así que el fervor anticomunista se apoderó de amplias franjas de la sociedad mexicana.

En esta atmósfera, la revolución cubana fue como una descarga eléctrica que dividió a la sociedad, no sé si por mitades iguales, pero el gobierno del presidente López Mateos tuvo que lidiar con el impacto divisivo de su política hacia Cuba, pues poco importaba que insistiera en que su objetivo era la defensa independiente del interés nacional, los católicos mexicanos no se lo creían. Para ellos la tal defensa pasaba por la condena al comunismo. Esta reacción había sido alimentada por las oleadas de exiliados cubanos que, en su paso hacia Estados Unidos, organizaban acciones de todo tipo para denunciar al régimen castrista.

Así, por ejemplo, entre las actividades escolares de 1962, en un colegio particular que dirigían las monjas de la orden de San José de Lyon en la ciudad de México, estaba programada la presentación ante la comunidad de niñas cubanas, cuyas familias habían abandonado su hogar, a sus amigos y al resto de sus parientes, para refugiarse en esta ciudad, porque los comunistas se habían apoderado de su país. Las niñas de entre 10 y 14 años relataban llorando, y casi a gritos, cómo los milicianos habían entrado con violencia a la capilla de su escuela en La Habana y habían destruido a culatazos las santas figuras de la Virgen y el Niño y de Santa Bárbara bendita. Las niñas mexicanas escuchaban horrorizadas. Se tomaban de las manos unas a otras en busca de protección; trataban de controlar las lágrimas al mismo tiempo que rezaban, ofrecían comulgar todos los días y le pedían al cielo que los comunistas no llegaran nunca a México. Lo único que sabían de ellos era que odiaban a Dios, que arrancaban a los niños de sus papás para internarlos en orfanatorios públicos y le quitaban a la gente sus propiedades, porque en los países comunistas nadie era dueño de nada, y todo pertenecía a todos. Las esposas también.

Cuando los papás de esas niñas, o ellas mismas leyeron el encabezado de Últimas Noticias la tarde del 25 o del 26 de octubre de 1962, que decía con letras de media cuartilla: Hablemos, Khruschev a Kennedy, que fue el primer paso hacia la disolución de la crisis mediante un arreglo entre las superpotencias –en el que por cierto fue muy poco lo que dijeron los cubanos–, los embargó un sentimiento de alivio. Sus oraciones habían sido escuchadas. Muchos se fueron a la Villa a dar gracias a la Virgen de Guadalupe, al Sagrado Corazón y al Santo Papa porque los habían salvado del holocausto nuclear. Ahora faltaba que los salvaran de la revolución.

No obstante, lo que había que celebrar era exactamente lo contrario de la fe que conmovía a los católicos, porque habían triunfado más bien la cordura y la razón de los dos líderes responsables de la paz mundial: Khruschev y Kennedy. Ante el abismo de una guerra nuclear, ambos supieron dar marcha atrás y generar un nuevo equilibrio internacional en el que las armas nucleares pasaron a ser parte de la escenografía. Después de octubre de 1962 no se presentó ninguna amenaza de semejantes dimensiones.