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Ver día anteriorDomingo 14 de octubre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Bel Ami, el seductor
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Uma Thurman y Robert Pattison, los protagonistas de esta nueva versión
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rácticamente todas las adaptaciones que el cine y la televisión han hecho de Bel Ami, novela de Guy de Maupassant publicada como folletín en 1885 en el diario francés Gil Blas (cuyo lema era Divertir a los lectores, gustarles hoy, y volver a empezar mañana), han retomado los aspectos más pintorescos y románticos del apuesto personaje Jean Duroy, inescrupuloso seductor, provinciano arribista, mejor conocido por sus conquistas amorosas como buen mozo (bel ami), y dejado de lado, o al menos como mención muy fortuita, la sátira social con la que el novelista ilustraba, por medio de su héroe cínico y oportunista, la corrupción imperante en los círculos políticos y en el medio de la prensa escrita bajo la tercera república francesa.

La adaptación más reciente de Bel Ami es una producción británica filmada en un Budapest que decorosamente evoca las atmósferas del París decimonónico, y corre a cargo de los realizadores Declan Donnelan y Nick Ormerond, con un guión de Rachel Benette, y un reparto en el que destaca, imperiosa, la figura de Uma Thurman. Ella es Madeleine Forestier, protectora y amante, asesora en faenas periodísticas del ambicioso Jean Duroy (Robert Pattison), decidido a abrirse camino en los medios mundanos con las virtudes de su físico y una petulancia que todas las mujeres encuentran avasalladora.

Hace más de medio siglo, en 1946, dos películas evocaban simultáneamente y con fortunas muy distintas el mismo asunto. La muy puntillosa pero involuntariamente cómica producción mexicana Bel Ami, historia de un canalla, del exiliado español Antonio Momplet (también director de Vértigo, 1945), con Armando Calvo, Gloria Marín y Andrea Palma en los papeles estelares, y el estupendo y muy olvidado filme estadunidense de Albert Lewin, Hombre de mundo (The private affairs of Bel Ami), con las insuperables caracterizaciones de George Sanders, Angela Lansbury y Ann Dvorak. Bien valdría la pena rescatar ambos títulos y exhibirlos en un programa doble en la Cineteca Nacional.

Lo que narra Bel Ami, a la manera de una novela de aprendizaje moral, es la trayectoria de un héroe en la tradición balzaciana que desde su provincia normanda, y abandonando un modesto oficio, llega a París para iniciarse casi por accidente en el periodismo. Casi iletrado, pero posedor de un físico muy atractivo y un arrojo temerario, descubrirá que no hay mayor secreto en la labor periodística de su tiempo que el de hacer las relaciones convenientes, improvisarse un estilo llamativo, explotar lo novedoso en detrimento de la verdad o lo verosímil, y eventualmente dejarse escribir los artículos por alguna aventajada conquista femenina, para allegarse toda la notoriedad y prestigio que permite una sociedad burguesa, que en política interior practica la corrupción y el oportunismo, y en política exterior la más ambiciosa expansión colonialista, lo mismo en Marruecos que en Indochina.

El joven Lucien de Rubempré, héroe de Balzac en Las iIusiones perdidas (1836-43), deseaba conquistar París y descubría desalentado la vanidad del mundo de la corte y el canibalismo en el medio editorial; Jean Duroy, el héroe de Maupassant, se aclimata en cambio con facilidad y muy ventajosamente al mundo social también corrupto de la burguesía triunfante de fin de siglo, y somete a sus caprichos a mujeres que, privadas de todo protagonismo real en la políti-ca y los negocios, se vuelven cómplices suyas, colaboradoras sentimentales, en su viril faena, despojada de escrúpulos, de asegurarse un lugar de distinción en ese mundo.

El cinismo arribista que George Sanders practicaba con virtuosismo en su caracterización de Bel Ami en la cinta estadunidense de 1946, y que poco después afinaría en La malvada (All about Eve, Mankiewicz, 1950), el joven Robert Pattison lo cumple ahora a medias, concentrando en un reiterado rictus de desdén todo el desprecio que su personaje siente por el mundo al que aspira pertenecer y por aquellas mujeres que sin grandes esfuerzos consigue someter.

La película británica se asoma con las mínimas audacias que le permite su vocación comercial a este sórdido universo de cálculo social y misoginia, sin atreverse a explorar la turbia sensualidad, el cinismo y la ironía que su compatriota Stephen Frears describía en el mundo galante de Las relaciones peligrosas (1988). El espectador debe imaginar entonces hasta que punto un Bel Ami menos glamoroso y mercadotécnicamente estudiado, podía sugerir y resumir en su persona la corrupción de una sociedad entera. Imaginar también que una buena dosis de misoginia haya podido ser alguna vez un ingrediente necesario en las incursiones seductoras más temerarias.