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Otra vez las paredes manchadas de sesos
E

l trauma que la conquista de México imprimió al indígena fue tan intenso que perdura hasta nuestros días. Aun así, algunos todavía festejan el llamado Día de la Raza.

El indígena perdió lengua, religión, costumbres, propiedades y terminó de esclavo. Si esto no es traumático, quién sabe qué lo sea. Apoyado por Carlos V, la conquista de México se distinguió por la brutalidad de los españoles. Encargada a Hernán Cortés, cuya historia parecía una fábula y su vida una novela, pues fue considerado un héroe en su patria, a pesar de ser un guerrero cruel entre los crueles. Empieza al desembarcar por prender fuego a sus naves y colocar a los expedicionarios en situaciones de vencer o morir. Salvo la llamada Noche triste, en la que mueren 400 españoles, a los pocos días y en salvaje revancha gana la batalla de Otumba y el rey lo halaga con todo tipo de escudos y tierras.

Mi maestro Santiago Ramírez, en su clásica obra Sicología del mexicano, cita a Luis Cardoza y Aragón y a Luis Cernuda. Dice Cardoza: El indígena ha cerrado su pasado y no ha abierto su presente y menos aún su porvenir. El pasado no ha de volver, más sube por las raíces para colorear el grano de las espigas y la intimidad sicológica.

Y a su vez, es que el gran poeta español Luis Cernuda, dueño con insuperable maestría y dominio de la forma da ese toque de desgano o desilusión, depresivo, identificado con el indígena y pleno de significado sicológico, quien expresa el mismo trauma de la conquista, desde su exilio en México mediante una visión contraria a la de los conquistadores.

Canta el poeta: “con sus hijos, a veces, otras solo; vendiendo algo que parece no importarle, o sin pretexto para su presencia inmóvil; descalzo y en cuclillas sobre el polvo, el sombrero de paja escondiendo los ojos, donde acaso pudiera adivinarse lo que siente y lo que piensa, mírale.

“Cayeron los amos antiguos. Vencidos a su vez fueron los conquistadores. Se abatieron y se olvidaron las revoluciones. Él sigue siendo el que era; idéntico a sí mismo, deja cerrarse, sobre la agitación superficial del mundo, la haz igual del tiempo.

“Es el hombre al que los otros pueblos llaman no civilizado. Cuánto pueden aprender de él. Ahí está. Es más que un hombre: es una decisión frente al mundo. ¿Mejor? ¿Peor? Quién sabe. Tú, al menos, confiesas no saberlo. Pero allá en tus entrañas le comprendes.

“Mírale, tú que te creíste poeta, y tocas ahora en lo que paran tareas, ambiciones y creencias. A él, que nada posee, nada desea, algo más hondo le sostiene; algo que hace siglos postula tácitamente. Lástima que el azar no te hiciera nacer uno entre los suyos.

Demasiado sería pedir su descuido ante la pobreza, su indiferencia ante la desdicha, su asentamiento ante la muerte. Pero gracias, Señor, por haberlo creado y salvado, gracias por dejarnos ver todavía alguien para quien Tu mundo no es una feria demente ni un carnaval estúpido.

También Octavio Paz, en forma magistral, describió esta paridad hispano-indígena, según Santiago Ramírez.

“(…) Don nadie, padre español de Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta en el banco y habla con voz fuerte y segura. Don Nadie llena al mundo con su vacía y vocinglera presencia. Está en todas partes y en todos los sitios tiene amigos. Es banquero, embajador, hombre de empresa. Se pasea por todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en Estocolmo y Londres. Don Nadie es funcionario o influyente, tiene una agresiva y engreída manera de no ser. Ninguno es silencioso y tímido, resignado. Es sensible e inteligente. Sonríe siempre. Espera siempre. Y cada vez que quiere hablar, tropieza con un muro de silencio; si saluda encuentra una espada glacial; si suplica, llora o grita, sus gestos y gritos se pierden en el vacío que Don Nadie crea con su vozarrón. Ninguno se atreve a no ser: oscila, intenta una y otra vez ser Alguien. Al fin entre vanos gestos, se pierde en el limbo de donde surgió.”

El mismo Santiago Ramírez recalca:

Véanse las enseñanzas que podemos extraer de esta poesía. Es claro que el indígena sentía sobre sí la destrucción del mundo de sus valores, sus primitivos objetos y la relación con ellos. La sentía despedazada, así como su forma de vida e interacción. Se quedaba desolado y destruido, en una situación profundamente melancólica. Es más, en el nuevo mundo, los frailes pretendían que abdicara de su antigua lealtad, a lo que replicaba:

Y ahora, nosotros

¿destruiremos la antigua regla de vida?

¿la de los chihimecas,
de los toltecas,
de los acolhuas,
de los tecpanecas?

En la misma línea de pensamiento está el espléndido Manuscrito anónimo de Tlatelolco, conservado en la Biblioteca Nacional de París, en versión de Ángel María Garibay:

En los caminos yacen dardos rotos;
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululaban por calles y plazas,
y están las paredes manchadas de sesos.
Rojas están las aguas cual si las hubieran teñido,
y si las bebemos, eran agua de salitre.
Golpeábamos los muros de adobe en nuestra ansiedad
y nos quedaba por herencia una red de agujeros.
En los escudos estuvo nuestro resguardo,
pero los escudos no detienen la desolación,
hemos masticado grama salitrosa,
pedazos de adobe, lagartijas, ratones
y tierra hecha polvo y aun los gusanos.