Opinión
Ver día anteriorJueves 4 de octubre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Birdstrike
B

irdstrike es un término aeronáutico con el que se tipifica la entrada de una parvada en la turbina de un avión, lo que causa su derribo. El joven dramaturgo Xavier Villanova lo utiliza para hacer una amplia metáfora en la obra que le valió el premio Emilio Carballido y que equipara con su máxima influencia, al decir de él mismo, Harold Pinter. Si hacemos a un lado la arrogancia desmedida del incipiente autor, que lo lleva a medirse con Pinter, podemos encontrar las calidades de Birdstrike y las razones de que haya sido premiado. Contada de atrás para adelante (y posiblemente de ahí su aspiración pinteriana si recordamos Traición), el triángulo que se establece en un matrimonio estable con la intrusión del recuerdo que tiene la mujer de un tercero ya muerto, y su presencia viva en un tiempo anterior, que permite al autor utilizar una amplia gama de recursos, no todos novedosos pero que en conjunto aportan una nueva voz a la dramaturgia, sobre todo por la vuelta intencional a la palabra como sustento del teatro. Mientras muchos nuevos dramaturgos prefieren la acción escénica al diálogo (algunos con excelentes resultados, como Richard Viqueira) y otros sólo permiten obscenidades –so pretexto de realismo– que terminan por aburrir y ya no espantan a nadie, Xavier Villanova usa la voz humana para conformar su propio discurso sin restar importancia a los movimientos escénicos.

Algo del ya muy sobado teatro narrado, pero aquí convertido en monólogo, y otros artificios, como las intercalaciones entre diálogos en que algunos de los personajes se dirigen como tripulantes de la nave a supuestos pasajeros –en las que se mantiene la metáfora de la aeronave–, contrastan con diálogos muy simples y cotidianos, que remiten a una tranquila convivencia entre marido y mujer. Escenas realistas como las violentas recriminaciones del celoso –con razón– marido aparecen junto a las poéticas palabras dictadas por la nostalgia del amante. Los tiempos, si bien narrados en principio de atrás para adelante, se superponen y giran en las vueltas del drama sin un orden preciso, como en los recuerdos, como en los sueños. Es esta materia onírica –o si se prefiere, de la muerte– que se perfila hacia el final de la escenificación, con el molesto efecto del humo tan al uso, que perjudica más de una garganta y algunos pulmones, sin que los teatristas se percaten de su obviedad porque rompe con cualquier posibilidad de ambigüedades que lo harían más interesante.

El autor dirige su propia obra para la Compañía Oscura y Verde Realidad de la que es titular junto con la actriz Isabel Piquer y con la que Villanova ya ha tenido algunas experiencias anteriores. En un escenario, de cuya autoría en el diseño no se da crédito, orillada a ambos lados por hileras de pequeñas luces –que siguen la metáfora aérea– y con dos asientos a los lados del fondo, y con la errática iluminación de Mario Oliver (aunque parece que éste no tuvo la culpa total de eso, ya que muchas luces parpadeaban quizás debido a la tormenta que se desató la noche que fui), transcurre la acción. No se omiten los innecesarios –porque se usan sin ton ni son y en momentos en que no se corresponden– desnudos completos que parecen gustar tanto a los noveles directores y que hace tiempo dejaron de tener significados eróticos para un público cansado de verlos y que hace muchos años se arracimaba en taquilla por un semidesnudo. El ritmo por momentos peca de excesivamente lento sin que se perciba la tensión (otra vez Pinter) buscada, pero en cambio Villanova tiene algunos aciertos con los movimientos escénicos, como serían las intrusiones del recuerdo del amante silencioso e invisible para el marido, mientras la pareja conyugal continúa con sus asuntos sin reparar, en apariencia, en él.

A pesar de que se emplea a Elizabeth Guindi como coaching actoral, las actuaciones de un elenco formado por personas de diferente formación, como en general ocurre en nuestro teatro, no logran mayor homogeneidad, sobre todo en la dicción, muy correcta la de Isabel Piquer y no tanto la de sus compañeros César Beas y Jonathan Persan.