Opinión
Ver día anteriorJueves 6 de septiembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El tío Vania
A

demás de algunas esporádicas escenificaciones extranjeras que han llegado hasta nosotros, y en la que sobresale la interesante adaptación de Daniel Veronese, queda como un hito en el recuerdo de quienes lo vimos el montaje que Ludwik Margules realizó en 1978 de Tío Vania de Antón Chejov, en traducción suya y con Alejandro Aura en el protagónico. Esa misma traducción de Margules es utilizada por David Olguín sin cambios en el texto –salvo la supresión del pequeño papel de María Vasilievna Voinitzkaya, la madre de Vania que tiene un par de parlamentos en algunas escenas– pero con una inmensa carga ideológica en la escenificación. Al situar en nuestra época la acción y, sobre todo, al mostrar al inicio esa plancha formada por rectángulos de concreto o de acero con reflejos –diseñada por el escenógrafo y estupendo iluminador Gabriel Pascal– en lugar del jardín que pide el original, se intenta que el espectador reflexione en la metáfora de los estragos que el hombre hace de la Tierra, que se compagina con las preocupaciones del doctor Astrov. Vania, dormido en un banco, es la imagen de la despreocupación humana ante la naturaleza, de modo que al amplio tema ecológico se sumarán, cuando despierte y aparezcan los otros personajes, las angustias interiores de los personajes en las dos vertientes de esta versión.

Los personajes también están devastados. El estúpido e inútil sacrificio de Vania en aras de Serebriakov, en cuyo talento real hace tiempo que dejó de creer, se prolonga al final tras su violento estallido de rebeldía, quizás porque se siente viejo –en esa época lo sería– e inútil tras su vida desperdiciada. Como él, los demás personajes sufren amores imposibles y desengaños de todo tipo, sobre todo los más reflexivos, porque los que no lo son, como Marina Trimofevna, Efim o el alcohólico Teleguin siguen con sus rutinas sin mayores sufrimientos.

En el espacio entre muro y proscenio, están colocadas unas sillas y una sencilla mesa con un samovar y un sillón, y cuando se alza el muro, se advierten algunos de los interiores de la casa, con las puertas a los lados y los muebles indispensables. En la oscuridad producida por un fallo de electricidad gracias a la lluvia, se deja ver a Serebriakov en una silla y con el pie gotoso recargado en otra, con vislumbres de otros elementos producidos por la luz de veladoras, en una de las escenas más logradas del montaje. El tiempo interior de los personajes se muestra en el casi quietismo en que los coloca Olguín y la lentitud de su dicción, excepto en el caso de Vania, desmesurado y casi febril, que se desliza de un lado al otro del escenario mientras se mofa de Serebriakov para regocijo de su nana y su alcohólico vecino, al inicio de la escenificación.

En una escena casi final, con los actores que van entrando con sillas en las que se acomodan de espaldas al público para escuchar a Serebriakov que propone vender la finca para comprar papeles bancarios y con el remanente adquirir una datcha en Finlandia, cae el simbólico telón que augura nuevamente la destrucción del medio ambiente. La otra destrucción, la de la mente que David Olguín califica de apocalipsis (en su doble sentido de catástrofe y de enunciación de lo porvenir) interior, se advierte con intensidad en las actuaciones que cobran relevancia por lo escueto de la escenografía, sin elementos que distraigan y justo es también hablar del elenco que encarna con gran fidelidad a esos complejos personajes.

Arturo Ríos, como tío Vania oscila entre los furiosos embates de hosco humor de un principio y el desaliento del amor frustrado ejemplificado por las rosas que quedan en el suelo, aunado al cansancio vital de quien se siente viejo. Laura Almela es una bella y derrotada Elena Andreevna con matices de malicia cuando dialoga cariñosamente con su hijastra. David Hevia interpreta con singular pericia al doctor Astrov, el personaje más positivo, a pesar de su alcoholismo, del drama. Esmirna Barrios está muy lejos de ser fea, pero su sensible interpretación de Sonia hace que el público lo crea. La manera de enunciar sus parlamentos de Mauricio Davison y su fuerte presencia en escena cuadran pefectamente con Serebriakov y tanto Tina French como Rubén Cristani y Raúl Espinosa Faessel cumplen correctamente con sus roles. El diseño de vestuario es de Estela Fagoaga y el de sonido es de Rodrigo Espinosa.