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En el Palacio de Bellas Artes rindieron tributo al zacatecano a cinco años de su muerte

Unas 2 mil fans corearon Albur de amor en memoria de Antonio Aguilar

Fernando de la Mora, quien encabezó el homenaje, cantó Peregrina, Cenizas, Cuando ya no me quieras y Júrame, entre otras

En Tristes recuerdos lo acompañaron Guadalupe Pineda y el hijo del charro

Foto
Fernando de la Mora durante el concierto realizado el sábado pasadoFoto Roberto García Ortiz
 
Periódico La Jornada
Lunes 9 de julio de 2012, p. a10

“Yo, como creído, me equivoqué, triste es mi vida. Joven querida y este albur yo lo jugué. Y todavía valor me sobra, Hasta ‘onde pude aposté. Si me matan a balazos, que me maten, ¡y al cabo y qué!” Este fragmento de la letra de la canción Albur de amor, de Alfonso Esparza Oteo, fue coreado por el público que se dio cita en el Palacio de Bellas Artes, la noche del pasado sábado, para unirse al tributo a Antonio Aguilar (1919-2007), a cinco años de la muerte del intérprete. El homenaje contó con la asistencia del presidente Felipe Calderón.

El sentido recuerdo por el zacatecano Antonio Aguilar fue lo contrario a lo oficioso. De principio a fin el tenor Fernando de la Mora, único intérprete en el escenario, supo transmitir la esencia de un charro auténtico, de prosapia. Porque una cosa es vestirse de charro y otra serlo de verdad, dijo en una ocasión Pepe Aguilar a este medio.

Para los Aguilar, ser charro y portar el traje que lo distingue está reglamentado. Sus espectáculos de jaripeo son para realzar el orgullo de ser mexicano por medio del deporte nacional: la charrería.

La familia Aguilar era más que eso y Antonio destacó en varias áreas del ambiente del espectáculo, como el cine, la televisión, los caballos, de los escenarios, de México y el extranjero.

Así lo hizo constar un video-semblanza sobre su vida y obra que se proyectó en la sala del Palacio de Bellas Artes. Se subrayaron los años fructíferos. Nació en Villanueva, Zacatecas, en las cercanías de las ruinas prehispánicas de Chicomoztoc, y creció en la Hacienda de Tayahua, justo donde empieza el Cañón de Juchipila, a medio camino entre lo que fuera capital de la provincia de Nueva Galicia (Guadalajara) y la ciudad la capital del estado.

Antonio supo de niño que debía trabajar muy duro para hacer producir una tierra pedregosa, semidesértica. Su padre, Jesús Aguilar, lo enseñó a cultivarla. Las calamidades llegaron después. La ruina cayó sobre la hacienda y la rueda de la fortuna giró. Había que trabajar más. Antonio y sus hermanos fueron a Zacatecas y el futuro cantante tuvo que trabajar de peón, por un peso diario. Un tío se dio cuenta de que el muchacho era listo y lo envió a estudiar a Ohio la carrera de piloto aviador. Antonio aprendió a la par inglés en una escuela que le otorgó una beca para estudiar canto. Cuando lo supo el tío, le mandó un telegrama en el que le decía: No quiero payasos en la familia, y lo abandonó a su suerte. Aguilar se las arregló como pudo, hasta que llegó a un centro nocturno en Tijuana, donde hacía lo que más le gustaba en la vida: cantar.

Como dijo Nietzsche: sólo podemos cambiar nuestro futuro. Antonio Aguilar había cambiado el suyo. De Tijuana se fue a la ciudad de México, con la ilusión de conquistarla. Trabajó en cabarets, donde conoció a las hoy consideradas glorias de la farándula de ese entonces, como Toña La Negra, Elvira Ríos, Avelina Landín, Pedro Vargas, Agustín Lara. También conoció a Gary Cooper, Errol Flynn, Cary Grant y John Wayne.

En el cabaret Minuit conoció a Emilio Azcárraga Vidaurreta, a Emilio Azcárraga Milmo, a Emilio Contel y a todos los directivos y locutores de la XEW, en la que cantó en varios programas, hasta que tuvo el suyo, de media hora. Grabó una canción para la película La mujer de todos, protagonizada por María Félix. En adelante seguiría una actividad profesional basada en el canto y en la actuación.

Así siguió la larga semblanza, que concluyó con un aplauso colectivo que denotó afecto y ese sentimiento sincero por un artista que fue pueblo.

La riqueza de las imágenes proyectadas provocó lágrimas entre algunos integrantes de la familia Aguilar, sentados en un palco central. Faltaba lo sonoro, lo musical, que después de la semblanza, a cargo de Mario Hernández, era más que necesario.

Fernando de la Mora interpretó Peregrina, Cenizas, Cuando ya no me quieras, Granada, Nosotros, Dos almas y Júrame, que hizo cantar en luneta a una pareja de ancianos.

Hubo un intermedio. La segunda parte del programa estuvo integrada por Ánimas que no amanezca, Fallaste corazón, un popurrí de los corridos (Gabino Barreda, Lucio Vázquez, Juan Charrasqueado, El hijo desobediente, Juan Colorado y La tumba abandonada), La cama de piedra, Mi gusto es y otro popurrí (Caballo prieto azabache, El cantador, Caballo alazán Lucero, El moro de cumpas, El siete leguas y Mi amigo El Tordillo.

A todo lo anterior el público correspondió con aplausos. Deambulaba el alma noble de Antonio Aguilar, quien tuvo y se distinguió por su bien hablar.

El cierre estuvo de alarido con Laguna de pesares, Albur de amor y Tristes recuerdos. En esta última, De la Mora invitó a los Aguilar al escenario. Al unísono cantaron Guadalupe Pineda, Pepe Aguilar y De la Mora.

Una vez más, el Palacio de Bellas Artes abrió sus puertas a la cultura viva, la del pueblo, que late en historias como la de Antonio Aguilar, zacatecano que fue crooner, charro, administrador de cabarets, arreglista musical, galán y buen padre y esposo.