Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de mayo de 2012 Num: 899

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Tres poemas
Olga Votsi

McQueen y Farhadi,
dos rarae aves

Carlos Pascual

Veneno de araña
Carlos Martín Briceño

Cazador de sombras
con espejos

Ernesto Gómez-Mendoza entrevista con Juan Manuel Roca

Los infinitos rostros del arte
Gabriel Gómez López

Bernal y Capek: entre mosquitos y salamandras
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Ricardo Sevilla

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Verónica Murguía

Elogio de la relectura

Para Carlos Fuentes, in memoriam

Como todos, suelo cambiar algunas de las frases que me parecen memorables para ajustarlas a mis fines. Lo hago sin darme cuenta, por supuesto. Quizás dichas frases me llamaron la atención porque, al oírlas o leerlas, creí que confirmaban lo que pienso. Luego me pasa que, en medio de una discusión, acudo al libro para ampararme tras la autoridad de un escritor célebre y me llevo un chasco, pues resulta que el hombre escribió una cosa distinta de la que yo sostengo. Así con una célebre cita de Vladimir Nabokov: “El buen lector, el lector mayor es un lector activo y creativo, un lector que relee.” En mi memoria, apuntalando y condonando mis costumbres, Nabokov afirmaba:  “El buen lector sólo relee”.

Me lo repetía muy ufana, mientras abría por milésima vez las páginas de Memorias de Adriano o El hacedor. “Y tú, ¿qué estás leyendo?” me preguntaba algún amigo. Yo respondía con parsimonia: “Lo mismo de siempre”, convencida de que Nabokov, desde un cielo lleno de mariposas, me miraba con aprobación.

Hace poco me di cuenta de que anduve equivocada varios años, escudándome tras Nabokov para justificar mis manías. La diferencia entre la cita verdadera y mi invento es enorme: Nabokov se refiere, por supuesto, al acto de leer como un acto participativo, de creación conjunta. En la misma conferencia define la escritura como un descubrimiento, una puesta sobre el papel de una porción de la experiencia colectiva. Para Nabokov, las historias nos pertenecen desde el origen a todos, de ahí que, para él, el acto de leer sea un reencuentro.

Estoy de acuerdo, pero la comprensión cabal de la cita no despierta en mí el entusiasmo que suscitó la primera y errónea impresión. “El buen lector sólo relee” me sonó a música porque yo releo y releo. Cuando escribo, corrijo y corrijo. Padezco una penosa lentitud de espíritu: soy incapaz de ir de un libro a otro sin hacer paradas y pausas, descansando entre páginas familiares y frases tan amadas que las siento mías.

Tengo para mí que la mejor manera de ser un buen escritor es aprenderse de memoria libros ajenos. Cuando era una niña que pensaba que tenía todo el tiempo del mundo –y a esa edad sí lo tenemos–, me aprendí de memoria Los tres mosqueteros. Repetía como perico pasajes incomprensibles, porque hablaban de encuentros sexuales, pero igual me emocionaban. Como aquél en el que D’Artagnan le arrebataba a la dama de compañía de Milady una nota destinada al conde de Wardes, invitación a entrar por la noche en la recámara.

La traducción, mala, decía ˝billete” en lugar de nota, seguramente por billet doux, la misiva amorosa del original. ¿Un billete? ¿Para entrar de noche a casa de Milady? ¿Era dinero? Sepa.

La villana del libro, una femme fatale de siete suelas, recibía al amante en peinador. Otro tropezón. Para mí un peinador era un señor con una bata de manga corta, un peine en el bolsillo y una tijera para cortar el pelo en la mano. Mi imaginación infantil diseñó una bata de peluquero cuajada de pasamanería y con vueltas de encaje en los puños. Fea pero barroca. Si no hubiera memorizado el libro, no sabría ahora que el papel que D’Artagnan robó era una carta pasional y que el peinador era una bata, sí, pero sexy.

Carlos Fuentes leía El Quijote una vez al año y solía afirmar que cada lectura le revelaba algo distinto. No lo dudo: ¿cómo, si no, desentrañar los misterios del sonriente método cervantino? Con cada relectura se le revelaba una nueva faceta. Pienso en un hilo que condujera al corazón de Sancho. Quizás el hilo fuera un refrán descabellado y, sin embargo, reconocible. Imagino a Cervantes creando su autorretrato en veladuras, oculto tras Cide Hamete Benegeli.

En una lectura melancólica, el lector se demoraría en el final de las aventuras, cuando Alonso Quijano recupera la razón. En otra, presidida quizás por las ganas de comer, se releerá gustosamente el capítulo donde se describen las bodas de Camacho.

Yo, tristísima como estoy porque Carlos Fuentes ya no está entre nosotros, acudo al Quijote que él tanto amaba para asirme de una frase que me dé consuelo. La encuentro, por supuesto. Es mi despedida en esta hora enlutada. Hago mías las palabras de Sancho al caballero: “¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha y aun de todo el mundo, el cual faltando tú en él quedará lleno de malhechores, sin temor a ser castigados de sus malas fechorías!”