Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de mayo de 2012 Num: 899

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Tres poemas
Olga Votsi

McQueen y Farhadi,
dos rarae aves

Carlos Pascual

Veneno de araña
Carlos Martín Briceño

Cazador de sombras
con espejos

Ernesto Gómez-Mendoza entrevista con Juan Manuel Roca

Los infinitos rostros del arte
Gabriel Gómez López

Bernal y Capek: entre mosquitos y salamandras
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Ricardo Sevilla

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Miguel Ángel Quemain
[email protected]

El laberinto interior de Rocío Carrillo

Labyrinthos, instalación escénica interdisciplinaria, idea original y dirección de Rocío Carrillo, es un montaje que posee múltiples significados: para la escena mexicana independiente y su relación con el teatro institucional(izado), el universitario, con sus estrategias de producción y subsistencia, con el sentido de colaboración entre artistas de terrenos tan diversos como adyacentes.

Pero también lo puede disfrutar un espectador a quien no le importan, o  muy poco, las vicisitudes de nuestro teatro, el diálogo entre el pasado y el presente escénico nacional/latinoamericano, las jerarquías laborales y sociales entre los actores, los beneficiados por las becas de cualquier signo, porque está enraizado en la naturaleza del suspenso, de la pasión natural por escuchar historias de otros y asomarnos a su vida con la comodidad del voyeur, esa entidad que mira comprometida sólo con su excitación.

Pensemos en el puro teatro, su espacio, el recorrido laberíntico que propone Rocío Carrillo en ese escenario hermoso y dúctil que es el Museo del Chopo, vivo y receptivo a la fecundidad fecundante del teatro. Pensemos también en el trabajo de dirección de actores, que posee la riqueza de extraer de cada actor sus posibilidades creadoras de acuerdo con una jerarquía.

La tridimensionalidad de Labyrinthos permite desglosar los logros exquisitos de Rocío Carrillo con los enormes de Betsy Pecanins, que en devota gratitud, complicidad y afinidad, diseña el sonido y propone una música que tiene el poder de ilustrar un camino, crear un repertorio de sugerencias temáticas en lo auditivo y lo musical. Oído de poeta, Betsy logra crear atmósferas sonoras que abren los sentidos a la problemática que plantea el horizonte de sucesos plásticos, discursivos y actorales que propone la directora.

Con este montaje, Rocío Carrillo muestra su destreza técnica, la profunda lección que ha tomado de su trabajo en masivos, iluminando, sonorizando y haciendo posible que un escenario se ilumine con algo más que el aura de su circunstancial protagonista (aunque esa circunstancia, la mayoría de las ocasiones, era Betsy Pecanins).

A pesar de su destreza, Carrillo no lleva a escena su soledad creadora, hace de su creación un mundo compartido como queda constatado en el programa de mano, donde acredita el diseño de ambientación y esculturas a Juan Manuel Marentes, artista plástico que contribuyó a edificar estos iconos, donde los transeúntes de esta odisea contemporánea nos paseamos como en un aeropuerto en espera de la siguiente salida al mismo puerto, donde tiene lugar una herrumbre semejante a la estación precedente.

Rocío Carrillo perteneció a un extraordinario colectivo llamado La Rendija, que reunió una decena de talentos. En ese laboratorio de la amistad, la diversidad, la imaginación y el rigor se confiaba en una dramaturgia de conjunto que se hilvanaba con el material de la experiencia personal en las líneas que habían trazado Bob Wilson, Richard Foreman y Gabriel Weisz (quien es el reconocido maestro de esta brillante generación) y que conocemos como teatro personal.

Este montaje tiene mucho de esa experiencia. La actuación de Alejandro Juárez-Carrejo es el ejemplo más vivo de esa búsqueda personal que no le pertenece totalmente al director, aunque su mirada ordene las intuiciones de un actor que tiende a iluminar su propio camino, a dosificar su emocionalidad y armonizar con el resto del paisaje actoral sin excluirse, sin considerarse por encima del director y sus eficaces compañeros. Las actuaciones excelentes merecen un análisis por separado.

Pero vuelvo a la dramaturgia. Es la historia de una altanería, la del rey Minos que desobedece a Poseidón, quien le ha concedido una gracia que afirma su poder frente a su tribu: un bello toro que deberá sacrificar, pero se niega a hacerlo y, en castigo, su esposa Pasifae cae enamorada de la bestia. Lo adora a tal grado que se disfraza de una vaca para atraerlo y hacer público un amor que deriva en el nacimiento del asesino Minotauro.

Rocío Carrillo teje una historia con palabras pero no las necesita, porque su discurso es de gran complejidad plástica, política, filosófica y de orden antropológico, muy influenciada por el cine (Lynch sobre todo) y la proliferación de lenguajes visuales. Una actualidad sobrecogedora que se contempla en una intimidad que propone el laberinto que crece en el corazón mismo de nuestra existencia desgraciada y ensombrecida por la violencia de una guerra que no es nuestra.