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El poeta cavila y ríe
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Periódico La Jornada
Sábado 11 de febrero de 2012, p. a16

Ignición.

Suaves arrebatos. El viento sopla sobre la superficie acuática pero en el fondo marino la calma reina y suena: un estado profundo de serenidad se instala en el escucha.

Las notas suenan espaciadas. Y ese intersticio respira: pétalos en pliée, rosa perfumada en su cámara lenta abre sus pétalos. Roja. Naranja y roja. Sus colores.

Ahora las notas inspiran: el aire entra hasta el abdomen de cada solfa, ese punto negrito y redondo que ancla el vuelo de su copete, también oscura. Blancas y negras, los colores de las notas en acompasado diapasón.

El éxtasis: una aurora boreal se desliza en el cielo con su danza de colores jamás soñados, ahora sonantes y constantes. El alma vuela y funde sus colores con el todo.

Quien está sentado frente al teclado es el maestro Keith Jarrett.

A sus 66 años resulta más honda y alta su cavilación frente a las teclas blancas y negras, montadas sobre el gran, oscuro navío sonante.

Es abril de 2011. Río de Janeiro. El maestro, su teclado y su navío flotan protegidos de las altas temperaturas solares del exterior. Frente a las butacas, cavila.

Inicia un largo, inolvidable recital, curioseando en la zona grave del teclado.

Lo primero que viene a la mente del escucha, ante invenciones sonoras tales, es un nombre y un apellido: Anton Webern, uno de los dos grandes revolucionarios de la música de todo el siglo XX (el otro es Edgar Varése). Atonalismo en estado puro.

Luego de hora y media de concierto habrán sonado las improntas todas del maestro: del atonalismo viaja al blues vuela al rhtym and blues surca meandros románticos navega tempestades aleatorias entona aires de balada y brillo.

El público está en frenesí.

Entre bambalinas, al fragor de los aplausos finales, Keith Jarrett marca el número telefónico de ese Prometeo: el maestro alemán Manfred Eicher, fundador del sello discográfico ECM y a quien le debemos manantiales, géiseres, minas de oro repletas de misterios develados.

Gracias a Manfred Eicher el mundo conoce a Keith Jarrett al igual que a Arvo Pärt, Giya Kanchelli, Eberhard Weber y tantos otros iluminados.

Sudoroso a pesar del aire acondicionado, Keith Jarrett le dice al oído a Manfred Eicher: “I’ve got it! This is it! I’ve got it!”

Entoces la decisión comunicada a través del auricular, desde el gélido Norte hasta el ardiente Rio, se convierte en una forma de entre las muchas que cobra el Santo Grial: un álbum doble, de colores rojo y naranja, donde quedó registrado ese concierto magistral.

El álbum se titula Rio y es el nuevo disco de Keith Jarrett.

Su nombre me sabe a yerba y me suena a risas verdeamarelha, porque escucho estos dos discos y sonrío, todo el tiempo. Escucho, levito y río.

Como no hay felicidad completa, algún defecto debía de tener: los discos de Keith Jarrett, al menos sus invenciones a piano solo, solito y su alma, suele grabarlos en vivo, de manera que al terminar un pasaje sublime, en la punta de alguna nube color naranja y roja, en el estado de concentración mayor, a quien escucha estos discos se le viene encima una catarata de aplausos y gritos que lo regresa bruscamente al ruido exterior, pero la música queda, es decir, permanece y es lenta, calma, suave: queda.

Es enero de 1975. Köln. El joven maestro pendula su oscura cabellera afro frente al teclado. El recital que ofrece, aún con piano en malas condiciones debido a un error de logística inesperado, pasará a la historia y formará impronta.

Lo que los iniciados conocen como El Concierto en Colonia, del que se han vendido más de 3.5 millones de ejemplares, es la piedra filosofal de 37 años de sentarse a cavilar frente al teclado.

El nuevo capítulo es un río y se titula Rio. A pesar de los aplausos desconcertadores, que no desconcertantes, el éxtasis del escultor de sonidos se despliega con fluidez fluvial, especialmente en el disco 2, que llega a clímax sucesivos. Concierto multiorgásmico.

Esa conciencia del fluir llevó al maestro Jarrett a comunicarle de inmediato a su editor Eicher de que lo tenía, lo logró, que ese concierto debe imprimirse. Porque desde el de Köln, Keith Jarrett graba todos sus conciertos en vivo, después los escucha y decide si se convierten en disco, para tomar el nombre del lugar donde lo hizo y así tenemos en el estante de joyas discográficas, luego del de Colonia, el de París, el de Viena, el de Aquí y el de Acuyá y el más reciente, de 2006, el de Carnegie Hall (Carne y Frijol, en buen español chilango) y ahora el cáliz donde liban colibríes es de colores naranja y rojo y levanta sonrisas en el alma que ríe, sonríe, brilla.

Se llama Rio.

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