Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de enero de 2012 Num: 880

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Reseña de un emigrante
Ricardo Bada

El medio milenio de Vasari
Alejandra Ortiz

Avatar o el regreso
de Gonzalo Guerrero

Luis Enrique Flores

La fe perversa
Ricardo Venegas entrevista
con Tedi López Mills

Smollett, el llorón
Ricardo Guzmán Wolffer

Senilidad y Postmodernidad
Fabrizio Andreella

La dama del armiño
de Da Vinci

Anitzel Díaz

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Germaine Gómez Haro

Diego Rivera en Nueva York (I DE II)

Por estas fechas (diciembre 23), hace ochenta años, se inauguró en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) la exposición retrospectiva de Diego Rivera que lo catapultó a una celebridad sin precedentes en las élites del arte moderno de ese país que comenzaba a forjar su sólida presencia internacional en los circuitos artísticos. Actualmente, y hasta el mes de mayo, el moma recuerda ese acontecimiento con la muestra Diego Rivera. Murales para el Museo de Arte Moderno, que reúne siete de los ocho frescos ejecutados ex professo para esa notable ocasión, acompañados de una selección de documentos y obras sobre papel.

El MOMA abrió sus puertas en 1929 y la de Rivera sería su segunda exposición individual dedicada a un artista contemporáneo de apenas cuarenta y cinco años, mientras que el primer homenajeado fue ni más ni menos que Henri Matisse, quien ya gozaba de un meteórico prestigio. Para entonces, Diego Rivera había pintado varios de sus murales en Ciudad de México y era considerado la figura clave en el concierto artístico del llamado Renacimiento mexicano. Por esos años, nuestro país estaba en la mira de la sociedad estadunidense, que comenzaba a interesarse por todo lo relativo a la producción artística mexicana, como quedó registrado en la importante exposición organizada por el Museo Metropolitano de Nueva York en 1930 –Mexican Arts– en la que se presentó un popurrí de arte prehispánico, colonial, popular y moderno que tuvo un éxito inusitado. Como es de imaginarse, el trabajo de Orozco, Siqueiros y Rivera formó parte medular de la curaduría y se hizo especial énfasis en la promoción de la epopeya mural mexicana impulsada por Vasconcelos. El éxito derivado de esta exposición dio lugar a la invitación de Rivera al MOMA, y especialmente al interés del director de esta novel institución, Alfred j. Barr, por mostrar físicamente ejemplos del arte mural que tanta expectativa estaba causando en Estados Unidos. En 1929, mientras comenzaba los murales del Palacio Nacional, el embajador de Estados Unidos en México, Dwight Morrow, lo comisiona para pintar el Palacio de Cortés en Cuernavaca, como un regalo del pueblo estadunidense al mexicano, y en el que plasma su Historia del estado de Morelos. Conquista y revolución.

De manera vertiginosa se expande en Estados Unidos la popularidad del movimiento muralista mexicano y es noticia constante en los periódicos y revistas de arte. Ese mismo año Ernestine Evans publica Los frescos de Diego Rivera, la primera monografía en inglés dedicada al artista y, con el apoyo del embajador Morrow, obtiene la Medalla de Oro de las Bellas Artes otorgada por el Instituto Americano de Arquitectos. En este contexto estelar llega Diego Rivera en noviembre de 1931 a Nueva York a bordo del barco Castillo del Morro, acompañado por su nueva mujer, Frida Kahlo, su fiel asistente Ramón Alva de la Canal y la talentosa Frances Flynn Paine, quien fungió como promotora crucial del artista en los círculos sociales y culturales más elitistas de Estados Unidos y fue una figura clave de su posicionamiento en ese país. Ella fue quien lo introdujo a la que se convertiría en su principal mecenas y coleccionista estadunidense, la entusiasta filántropa Abby Aldrich Rockefeller, por cuyo conducto Rivera financió su viaje a Nueva York. Las siguientes seis semanas a partir de su llegada, Rivera se refugió en un estudio especialmente acondicionado para él en el moma para preparar los frescos transportables comisionados por Barr, que habrían de constituir la parte medular de su ambiciosa exhibición en el recién inaugurado museo, integrada por 149 obras y los cinco murales ejecutados ex professo para la muestra. El interés fundamental de Rivera era mostrar al público estadunidense la técnica ancestral al buon fresco, rescatada por los autores mexicanos para llevar a los muros relatos épicos de la historia mexicana que habrían de ser leídos y comprendidos por las masas como libros abiertos al alcance de todos. La elección de temas a mostrar a los estadunidenses se centró en la Revolución mexicana y la abolición de la desigualdad de clases, para los que tomó prestadas escenas de sus murales del Palacio de Cortés y de la SEP. Cinco de los ocho paneles programados estuvieron presentes en la inauguración de la portentosa muestra y los otros tres restantes se incorporaron semanas después. En estos últimos, Rivera hace una crónica de su experiencia visual y vivencial en la fulgurante ciudad de los rascacielos.

(Continuará)