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 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
Reseña de un emigrante 
  Ricardo Bada 
El medio milenio de Vasari 
  Alejandra Ortiz 
Avatar o el regreso 
  de Gonzalo Guerrero 
  Luis Enrique Flores 
La fe perversa 
  Ricardo Venegas entrevista 
  con Tedi López Mills 
Smollett, el llorón 
  Ricardo Guzmán Wolffer 
Senilidad y Postmodernidad 
  Fabrizio Andreella 
La dama del armiño 
de Da Vinci 
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	 Germaine Gómez Haro 
      
  Diego Rivera en Nueva York (I DE II) 
  
  Por estas fechas (diciembre 23),  hace ochenta años, se inauguró en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) la exposición retrospectiva de  Diego Rivera que lo catapultó a una celebridad sin precedentes en las élites  del arte moderno de ese país que comenzaba a forjar su sólida presencia  internacional en los circuitos artísticos. Actualmente, y hasta el mes de mayo,  el moma recuerda ese  acontecimiento con la muestra Diego  Rivera. Murales para el Museo de Arte Moderno, que reúne siete de los ocho frescos  ejecutados ex professo para esa notable ocasión, acompañados de una selección de  documentos y obras sobre papel.  
  El MOMA  abrió sus puertas en 1929 y la de Rivera sería su segunda exposición individual  dedicada a un artista contemporáneo de apenas cuarenta y cinco años, mientras  que el primer homenajeado fue ni más ni menos que Henri Matisse, quien ya  gozaba de un meteórico prestigio. Para entonces, Diego Rivera había pintado  varios de sus murales en Ciudad de México y era considerado la figura clave en  el concierto artístico del llamado  Renacimiento mexicano. Por esos años,  nuestro país estaba en la mira de la sociedad estadunidense, que comenzaba a  interesarse por todo lo relativo a la producción artística mexicana, como quedó  registrado en la importante exposición organizada por el Museo Metropolitano de Nueva York en 1930 –Mexican Arts– en la  que se presentó un popurrí de arte prehispánico, colonial, popular y moderno  que tuvo un éxito inusitado. Como es de  imaginarse, el trabajo de Orozco, Siqueiros y Rivera formó parte medular  de la curaduría y se hizo especial énfasis en la promoción de la epopeya mural  mexicana impulsada por Vasconcelos. El éxito derivado de esta exposición dio  lugar a la invitación de Rivera al MOMA,  y especialmente al interés del director de esta novel institución, Alfred j. Barr, por mostrar físicamente  ejemplos del arte mural que tanta expectativa estaba causando en Estados  Unidos. En 1929, mientras comenzaba los murales del Palacio Nacional, el  embajador de Estados Unidos en México, Dwight Morrow,  lo comisiona para pintar el Palacio de Cortés en Cuernavaca, como un  regalo del pueblo estadunidense al mexicano, y en el que plasma su Historia del estado de Morelos. Conquista y  revolución. 
  
  De manera vertiginosa se expande en  Estados Unidos la popularidad del movimiento muralista mexicano y es noticia  constante en los periódicos y revistas de arte. Ese mismo año Ernestine Evans  publica Los  frescos de Diego Rivera, la primera monografía en  inglés dedicada al artista y, con el apoyo del embajador Morrow, obtiene la  Medalla de Oro de las Bellas Artes otorgada por el Instituto Americano de Arquitectos. En este contexto estelar llega Diego  Rivera en noviembre de 1931 a Nueva York a bordo del barco Castillo del Morro, acompañado por su nueva mujer, Frida Kahlo, su fiel asistente  Ramón Alva de la Canal y la talentosa Frances Flynn Paine, quien fungió como  promotora crucial del artista en los  círculos sociales y culturales más elitistas de Estados Unidos y fue una  figura clave de su posicionamiento en ese país. Ella fue quien lo introdujo a  la que se convertiría en su principal mecenas y coleccionista estadunidense, la  entusiasta filántropa Abby Aldrich Rockefeller, por cuyo conducto Rivera  financió su viaje a Nueva York. Las siguientes seis semanas a partir de su  llegada, Rivera se refugió en un estudio especialmente acondicionado para él en  el moma para preparar los frescos  transportables comisionados por Barr, que habrían de constituir la parte  medular de su ambiciosa exhibición en el recién inaugurado museo, integrada por  149 obras y los cinco murales ejecutados ex professo para la muestra. El interés fundamental de Rivera era mostrar al público estadunidense la técnica ancestral al buon fresco,  rescatada por los autores mexicanos para llevar a los muros relatos épicos de  la historia mexicana que habrían de ser leídos y comprendidos por las masas  como libros abiertos al alcance de todos. La  elección de temas a mostrar a los estadunidenses se centró en la Revolución  mexicana y la abolición de la desigualdad de clases, para los que tomó  prestadas escenas de sus murales del Palacio de Cortés y de la SEP. Cinco de los ocho paneles  programados estuvieron presentes en la inauguración de la portentosa muestra y  los otros tres restantes se incorporaron semanas después. En estos últimos, Rivera hace una crónica de su experiencia visual y vivencial en la  fulgurante ciudad de los rascacielos. 
  (Continuará) 
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