Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 18 de diciembre de 2011 Num: 876

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Gira literaria
Vilma Fuentes

Correspondencia póstuma con Jorge Turner
Rossana Cassigoli

Efraín y María en
La Casa de la Sierra

Marco Antonio Campos

Gelman, el árbol
de la poesía

José Ángel Leyva

Santos Discépolo,
del teatro al tango

Álvaro Ojeda

La Banda Mágica
sin Beefheart

Juan Puga

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Efraín y María en La Casa de la Sierra

Marco Antonio Campos

a Horacio Benavides

Algo de lo muy bueno que me dio asistir en noviembre al Festival de las Artes de Cali fue visitar la Casa de la Sierra, en la Hacienda del Paraíso, en el municipio de El Cerrito, donde vivió Jorge Isaacs (1837-1905) y en el que ocurre en gran medida su única y emotiva novela (María), gracias a los buenos oficios de la directora de Proartes Amparo Sinisterra.

Ubicada más o menos a unos cuarenta y cinco minutos de Cali, viajé con el poeta brasileño Ledo Ivo, que conserva a los ochenta y siete años una agilidad física y mental de asombro, con el poeta caleño Horacio Benavides, autor de poemas leves y delgados que recuerdan en su precisión alada a la poesía oriental, y con Natalia, una joven que nos alegró con esa gracia e inteligencia tan propias de las colombianas.

El Valle del Cauca en grandes secciones parece un solo cañaveral como Andalucía una altura verde plateada de olivos. Era una continua delicia visual  ver un cielo con escasas nubes, el verdor del valle, la cordillera en su lejana niebla azul y la continuidad de los samanes.

Igual que Manuel Gutiérrez Nájera, quien lo decía en un artículo de 1882, debí no volver a leer la novela, debí quedarme con la huella de la primera inolvidable impresión, pero al entrar a la casa, al subir el jardín y mirar los cuartos de Efraín, de las hermanas, de los padres y el supuesto cuarto de María, al ver el salón principal y el adoratorio, al contemplar el Valle del Cauca y la cordillera central desde el pasillo exterior que une el cuarto y el estudio de Efraín, al ver el arribo en un día entre semana de tal multitud de gente, me dije que algo ideal o de sortilegio había dejado la novela en el tiempo y había dejado a la novela en el tiempo: y la volví a leer.

María se editó por primera vez en 1867, y pese a que con cierta frecuencia el lenguaje –palabras, imágenes, metáforas- nos suena muy siglo XIX y muy de esos sitios del suroeste colombiano, a que los diálogos pecan de largos y prolijos, y a que las descripciones del paisaje, de las faenas del campo y de las costumbres regionales son en ocasiones recargadas y fatigosas, la novela sigue tocando continuos acordes en el arpa del corazón. Es la prosa de un poeta y contiene bellezas y momentos exaltadamente emotivos. Tengo la impresión, como muchos otros, que María es la novela epítome de todas las novelas románticas de pasión desdichada que se escribieron en América Latina en el siglo XIX.  Rubén Darío famosamente escribió hacia 1907 en “La canción de los pinos” que parece hecha a la medida de Isaacs: “Románticos somos… ¿Quién que es no es romántico?”

En la gran sencillez de su trama, María representa ante todo la fidelidad amorosa, y socialmente, aún en la segunda mitad del siglo XIX, inclusive en una versión benévola, una sociedad feudalista –rural y ultraconservadora– que no se quitaba el lastre de la esclavitud. Es una novela de amor en varios sentidos: el amor de la pareja, el amor de padres a hijos, el amor respetuoso de hijos a padres, el amor fraternal, pero también es un elogio a la lealtad afectiva de los subalternos. Las historias de las familias de los campesinos de la hacienda, que se entrecruzan en el entramado, algunas de amor, son sólo para preparar y dar más fuerza a la historia central, que realza el fervor ilímite de Efraín y la ternura y la ingenuidad purísimas de María.

Empinada, La Casa de la Sierra está en la falda de la montaña y a su lado corre –se oye– aún el rumoroso río. Si en la novela hallamos en el jardín azahares, albahacas, azucenas y rosas, ahora sólo hay rosas, como si se quisiera resaltar los diversos pasajes de la novela donde Efraín y María se mandaban mensajes emblemáticos con ellas. En el cuarto de Efraín hay una escopeta, que emblematiza el gusto del joven por la cacería, sobre todo el disparo que aniquila al tigre –uno de los mejores pasajes del libro–, y en el estudio del propio Efraín se halla el globo terráqueo, que servía para dar lecciones de geografía a la prima (María) y a las hermanas (Emma y Eloísa), sitios a los que iba María, cuando se fue Efraín a estudiar a Londres, a soñar con la nave y el caballo que lo traerían de nuevo. En la sala principal encontramos el reloj que da para siempre la hora en que murió María: las cinco de la tarde. En el pequeño salón del costurero cuelga una guitarra, instrumento que tocaba Emma, que al verla dan ganas de oír el aire de las canciones de entonces. En la pretendida habitación de María hay un pretendido retrato de la muchacha, que no la favorece. 

Sin impedimentos legales o sociales o sin tabúes endogámicos es imposible que la pasión arda y perduren las grandes historias de amor. Pensemos en la poesía, en el teatro y en la literatura en los casos de Tristán e Isolda, de Paolo y Francesca, de Romeo y Julieta, de Pablo y Virginia, de Chatcas y Atala, de Efraín y María, de Heathcliff y Catherine; en todos se trata de jóvenes y termina con la muerte de los dos o de alguno de ellos; en la novela de Isaacs es escollo ante todo la epilepsia de María, que a la postre es mortal, y en un segundo plano, pero no necesariamente definitivo, el parentesco muy próximo de los jóvenes.

En el caso de María no es dable delimitar muy bien dónde empieza la ficción y dónde la realidad. No se sabe si es una joven determinada o una suma de personajes, ni si es imaginaria o si alguna vez vivió, aun si estudiosos, entre la tradición y la leyenda –las que suelen ser desleales con la verdad-, proponen sobre todo el nombre de María Mercedes Cabal Borrero (1819-1905), hija del primer propietario de la hacienda El Paraíso y esposa de Manuel María Mallarino, quien fue presidente de Colombia entre 1855 y 1857.

Más allá de cualquier duda o reticencia o reprobación crítica, María sobrevivirá a los años y a los siglos mientras exista una pareja de enamorados que en su amor absoluto sientan que la historia también les pertenece o les puede pertenecer.