Opinión
Ver día anteriorDomingo 11 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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No sólo por 50 mil muertos
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ace unos días se cumplieron cinco años de que Felipe Calderón asumió la titularidad del Poder Ejecutivo “haiga sido como haiga sido”, por la puerta de atrás y en medio de la mayor crisis política ocurrida en México en los últimos decenios. Recientemente Calderón ha dicho que probablemente será recordado por los más de 50 mil muertos caídos durante su administración (horroriza pensar cuál pueda ser la cifra al final del sexenio), y que eso será una injusticia. Calderón se equivoca. Además de las víctimas de su guerra personal, será recordado, en primer término, por su ilegitimidad política de origen. Será recordado como el presidente de facto que, al haberse negado al recuento de votos o a la anulación de la elección, no nos pudo demostrar a millones de mexicanos que ganó en buena lid las elecciones presidenciales de 2006. Será también recordado como alguien que prometió ser el presidente del empleo y deja un país hundido en el desempleo y la falta de oportunidades educativas para los jóvenes. Siete millones de ninis y doce millones de pobres adicionales. Será recordado como el hombre que tranzó con los peores intereses sindicales y corporativos de la República para hacerse de la Presidencia. Será recordado como el presidente que, al igual que Fox, se negó a enfrentar la corrupción económica y política que el PAN dijo combatir desde su fundación, el mismo que comprometió seriamente nuestra soberanía con políticas entreguistas hacia el exterior. Será recordado, por quienes tienen memoria y sentido de la historia, como el enterrador, en los hechos, del Estado laico que fue durante un siglo y medio piedra angular del Estado mexicano. Son esas algunas de las prendas que nos deja en la memoria.

Todos los días escuchamos, provenientes de las más diversas fuentes, los reclamos por la violencia que se ha desatado en el país y que, lejos de amainar, se recrudece. Pero rara vez se subraya lo peor: la motivación que generó esta guerra. Calderón no la inició por convicción o necesidad –el tema estuvo ausente de sus propuestas de campaña–, sino como el único medio de que dispuso para obtener la legitimidad y la iniciativa política que las urnas no le habían proporcionado. Es decir, hundió al país en la violencia como resultado de un intento por subsanar una debilidad política. Como tal, esta guerra contará entre las grandes infamias de nuestra historia.

Algún comentarista del círculo rojo escribió hace poco que hoy ya casi nadie cuestiona la legitimidad de Calderón. Se equivoca rotundamente. Millones de mexicanos seguimos pensando que una de las graves lacras del país es el concepto de borrón y cuenta nueva. En lo personal, estoy por que se revise, así sea sólo en el análisis histórico, lo sucedido en las elecciones de 1929, 1940, 1952, 1988 y 2006, las cinco elecciones que han hecho que alguien llamara a los mexicanos de hoy hijos del fraude.

Calderón también pasará a la historia como el ejecutor –junto con Fox, aunque éste ni siquiera era un panista de pura cepa– de la gran traición del PAN de hoy a los ideales de sus fundadores. En el colmo de la ironía histórica, Calderón y Fox asaltaron el poder en 2006 en nombre de un partido que, con todo y su conservadurismo anticardenista, se fundó para hacer valer el voto. ¿Qué hubieran pensado los panistas fundadores de un contubernio con lo más corrupto del sindicalismo mexicano como medio para acceder al poder y luego convertirse en rehén del mismo? Otro ángulo de la traición: Manuel Gómez Morín, figura respetabilísima, creador de instituciones, tan entrañablemente cercano a mi padre, se rehusó a hacer del PAN un partido de y para católicos, a pesar de sus convicciones personales. Hoy ocurre lo contrario: las obsesiones personales y familiares provocaron un intento por eliminar el laicismo histórico en aras de un fundamentalismo católico parroquiano e ignorante.

Quizá el único aspecto del sexenio que puede considerarse positivo es el equilibrio macroeconómico, pero eso sólo halaga a los tecnócratas y a lo más conservador del sector empresarial, sin que se haya traducido en un incremento del bienestar común.

Tal es el balance tentativo de un deplorable accidente histórico: el calderonato.