Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de noviembre de 2011 Num: 872

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Cioran y la sorna
de la ironía

Enrique Héctor González

El gabinete de los monstruos
Eduardo Monteverde

La mirada poética galvaniza cada palabra
Ricardo Yáñez entrevista con Claudia Berrueto

La sombra como tormento
Hugo José Suárez

Metáforas de una
guerra imperfecta

Gustavo Ogarrio

No me dejes olvidar
tu nombre, Bola

José Antonio Michelena

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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La sombra como tormento

Hugo José Suárez

Oscura y enigmática, la historieta belga titulada La sombra de un hombre (Schuiten y Peeters, Ed. Casterman, 2009) cuenta la historia de Albert Chamisso, un joven exitoso trabajador que se enfrenta diariamente a espantosas pesadillas que invaden su vida cotidiana. En un delicioso y bien cuidado escenario mezcla de art nouveau con innovación tecnológica exageradamente moderna, el personaje pierde todo por su mal: su reciente y bella esposa, su trabajo, su entorno. La solución de la época ante ese y cualquier otro trastorno del cuerpo es ir al médico, a quien visita desesperado. Éste le ofrece una salida: pastillas que le devolverán la noche de descanso. Y así sucede, pero mientras las pesadillas empiezan su retirada, un nuevo problema aparece: su sombra deja de ser oscura como cualquier otra y, en lugar de dibujar un entorno negro por la ausencia de luz, se convierte paulatinamente en un reflejo, dejando traslucir en detalle los colores y formas de su vestimenta. De nueva cuenta su cotidianidad se altera, su mujer lo deja, su jefe lo echa, y su vergüenza empieza a acecharlo cortando el vínculo con el mundo, obligándolo a la marginalidad. Vuelve a ir al médico que no se siente capaz de una respuesta. Sumergido en el desasosiego al borde del abismo, encuentra una mujer que lo devuelve a la sociedad, a sí mismo, al amor.

En su constante crítica a la hipermodernidad, Schuiten y Peeters construyen una metáfora del hombre moderno que vive el éxito esperado de alguien como él: tiene prestigio profesional, reconocimiento y una atractiva mujer, pero la intimidad del descanso natural no funciona. Lo más sencillo, el sueño, se convierte en una insuperable pesadilla. Y nada mejor en la sociedad moderna que un médico para resolver las paradojas del desfase entre cuerpo y espíritu. Pero la sátira de los autores aquí es mayor: el doctor con su saber puede solucionar el problema puntual de Albert, pero nunca podrá ocuparse de las consecuencias que genere. Y concentrarse en la figura del médico tiene una múltiple intención. Recordemos que es esta ciencia la que más se desarrolló en el último siglo y logró, contundentemente, mejorar el nivel y la esperanza de vida de la humanidad. El doctor se erige como un maestro de lo corporal, un prestidigitador de la química que devuelve el orden y equilibrio al cuerpo más allá de cualquier magia o creencia. La ciencia lo acompaña, el resultado lo precede, el experimento lo sustenta, la eficacia lo caracteriza. Por el mundo entero la medicina se convirtió en paradigma de Estado, nacieron hospitales hasta en los rincones más remotos del planeta, la vacuna llegó a millones de seres humanos, la anestesia permitió intervenciones impresionantes en los interiores y los especialistas ocuparon su lugar, se convirtieron en los dueños de un saber preciado, inalcanzable para los demás, reservado a los escogidos para salvaguardar la salud –y reproducción– de la especie.

Así lo plasmaron Schuiten y Peeters en una deliciosa viñeta que narra la visita de Albert al doctor. El primero está sentado en una modesta silla en el piso, con cara, vestimenta y estigma de paciente. El segundo en un cómodo sillón sobre la tarima, encendiendo un cigarro, y un haz de luz que lo ilumina desde arriba. Detrás de él, un enorme estante con todas las medicinas, seguramente una para cada necesidad. Cada frasco, por supuesto, trae la legitimidad desbordante de la ciencia que lo acompaña, que asegura el éxito de su consumo. Luego del interrogatorio y la sorpresa por acudir a él por algo que se podría resolver de otra manera, el doctor se voltea, su silla se eleva gracias a un sistema mecánico complejo y sube unos metros pegado al magnífico mueble que parece una biblioteca. Toma un envase y, al entregárselo, concluye: “Está garantizado, sin plantas, pura química. Tenga confianza en mí, esto es serio.”

La escena de la cita médica es impresionante porque resume el lugar del doctor en la sociedad actual, su arrogancia mezclada con ineficacia, su capacidad de dar respuestas parciales con una certeza desmedida. Y con ello se critica el corazón de la promesa de salud de la modernidad, la hiperespecialización de la disciplina y su manera de tratar al cuerpo como pedazos no conectados entre sí –como sistemas– cuyo arreglo atraviesa por una sabia intervención puntual. Pero la crítica no sólo alcanza este ámbito, sino en general los autores se mofan de los promotores de la tecnología a ultranza, de esa visión de progreso que somete y crea más tropiezos que satisfacciones.

A la vez, el traspaso del problema del sueño a la realidad donde la sombra colorida de Albert hace de su vida diaria una pesadilla constante, es un guiño kafkiano sobre la condición del hombre actual. Cómo deshacernos de nuestra sombra transparente, despertamos y ya no somos lo mismo, nuestra imagen está en el suelo, todos la ven, no podemos ocultarla. Imposible desprendernos de su ineludible compañía. Ser tan transparentes nos hace vulnerables, nos desnuda, nos conduce a la angustia. Sólo podemos retraernos, ocultarnos, volvernos marginales, construir un mundo sin el mundo, un lugar sólo para nosotros, mirándonos en el espejo –que no es el de Alicia–, en esa desesperante sombra que nos devuelve la imagen tal como somos, sin el matiz de la oscuridad o el refugio del contorno. Es ser diferente, ajeno, transparente, vulnerable.

Y ante el callejón sin salida, cuando no hay más que la autodestrucción, que es el resultado de una sociedad que ha maquinizado la vida cotidiana, un profeta –con quien Albert se encuentra– concluye: “Y no olvidemos entonces jamás que la más bella máquina es el hombre, la más noble de las invenciones es el corazón.” La naturaleza humana, parecen sugerir los autores, es la creación más perfecta, y volver a lo afectivo la única salida. “Sólo el amor –diría Silvio Rodríguez–, engendra la maravilla. Sólo el amor, consigue encender lo muerto.”