Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de noviembre de 2011 Num: 872

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Cioran y la sorna
de la ironía

Enrique Héctor González

El gabinete de los monstruos
Eduardo Monteverde

La mirada poética galvaniza cada palabra
Ricardo Yáñez entrevista con Claudia Berrueto

La sombra como tormento
Hugo José Suárez

Metáforas de una
guerra imperfecta

Gustavo Ogarrio

No me dejes olvidar
tu nombre, Bola

José Antonio Michelena

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Jorge Moch
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Cascorras

Siempre han estado allí, porque este es un país con una rancia historia de clasismos racistas. Pero la globalización o el México de después de 2000, la tabula rasa de la cancelación de la clase media para que naciera el vasto imperio de la clase media-baja (a la que nunca jamás aceptarán pertenecer o asumir como humilde origen, porque todas ellas refrendan sin decirlo, y en tácita inconsecuencia, el manido cuento de la princesa: una copiosa proliferación de princesas salidas de quién sabe dónde, y las princesas, sobran ejemplos en la Historia, no suelen brillar por su arrojo intelectual), quién sabe, las ha multiplicado. Lo cierto es que se han replicado a la par que se fue tugurizando la cultura popular y la televisión, con sus paradigmas huecos, con sus heroínas de silicona y pestaña postiza y cabellera planchada en algo, al menos –pero no pocos decimos que en mucho– habrá tenido que ver en esa abundancia, en que son como plaga, como parte del sabotaje a la cordura que rescate la convivencia nacional: son las mujeres enemigas de su propio género. Son Jaqueline Cascorro (“se pronuncia”, diría ella con una mueca de molestia, “Cascorró, así, afrancesado, con clase, no sea usted naco”); las que parecen nacidas de la sorna cáustica de la pluma de Pitol, las que escaparon de las páginas de La vida conyugal, las Yaquelines que están por todos lados desperdigando disparates con lo que ellas juran que es deliciosa soltura. Las cascorras son legión. Son las señoras bien.

Nacidas muchas de ellas las últimas dos décadas del siglo xx, adolescentes finiseculares, seducidas –todavía– por adefesios de la mercadotecnia televisiva, como Ricky Martin, Chayanne o Luis Miguel. Fueron espectadoras infantiles de telenovelas perversamente creadas por Televisa (TV Azteca apenas se empezaba a quitar las lagañas) para idiotizar niños –más específicamente niñas– y asegurarse un futuro nicho de mercado para sus nembutales telenovelescos. Son ellas, por millones, las destinatarias del constante bombardeo publicitario de productos de limpieza (altamente dañinos para el medio ambiente, por cierto) y de todo un inmenso caudal de productos falsamente necesarios para embellecerlas: desde cremas cuyos comerciales prometen la mentira de la juventud y la lozanía que de todos modos roban los años, hasta esa extraña colección de mejunjes (también altamente dañinos para la naturaleza) con que la mujer mexicana suele negarse a sí misma que es de cabello negro o que le salen canas.

Son las que sostienen las falacias de la moda. Las que abarrotan las tiendas del dólar o joyerías de postín para conseguir chucherías muchas veces ridículas hasta la náusea, pero que ellas siempre creen que las hacen ver más bellas, más adornadas. Son las grandes consumidoras de cosméticos, de electrodomésticos a plazos, las que embarcan a su familia en la interminable cuesta abajo de un crédito impagable por tener un coche del año, de moda, que vean sus amigas, sus vecinas, sus parientas. Porque la cultura del consumo desaforado en que viven, aunque sea prendido con alfileres a las tarjetas de crédito, suele ser con lo que llenan el día, porque en aquella adolescencia dorada de discotecas y quince años eternos, de ser las niñitas de papá, optaron por la abulia y, en lugar de leer mucho, de estudiar, de aprender y viajar, prefirieron casi siempre prender la televisión. Por ellas existen porquerías como Ventaneando o cualquier bazofia de chismes, de farándula, de exhibicionismo indecente de ignorancia y prejuicio. Por eso no se interesan en las consecuencias cotidianas del quehacer en el estercolero político con el que, por cierto, muchas veces sus familias, sus maridos, ellas mismas excepcionalmente mantienen vínculos nada plausibles. Son madres sobreprotectoras que malcrían ñoños. Suelen formar parte del redil de los obispos del cuaternario que gobiernan la fe de una buena parte de la gente. Son arbitrarias y prepotentes (baste verlas conducir sus camionetas lujosas cuando logran comprarlas). Desprecian, sin decirlo, el feminismo. Votan invariablemente por derechas y socavan a veces sin siquiera darse cuenta la lucha de las otras mujeres, las de valía, las que se enfrentan al machismo que ellas prohíjan. Son las cascorras la fuente, la explicación, la justificación del abanico de porquerías que sostiene a las televisoras privadas, las que leen, si acaso, tv Notas o el Hola! en la fila de la caja del supermercado. Visten igual. Se peinan igual. Hablan igual. Y están por todos lados.