Opinión
Ver día anteriorLunes 14 de noviembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
La promesa de Europa
L

a Europa Unida prometía ser un espacio de entendimiento político, de expansión económica y de mayor bienestar para la población. La promesa empezó a crearse desde el mismo final de la Segunda Guerra Mundial. La marcha de la Unión Europea (UE) se consolidaba con la creación de un sistema político democrático a escala nacional y regional, la eliminación de fronteras, la formación de un mercado común, el establecimiento del euro como moneda única y el aumento de los países miembros.

Dicha promesa está hoy al borde del colapso. La crisis económica y financiera se ha profundizado sin pausa en los últimos tres años y la semana pasada arrasó con los gobiernos de Grecia e Italia. En ambos casos esos gobiernos no pudieron cumplir con las exigencias del ajuste impuestas por la Unión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional y exigido por los inversionistas mundiales en la deuda soberana.

Se debate mucho sobre las posibles formas de arreglar el conflicto de la deuda pública de varios países de esa zona. La lista de quiebras es bien sabida: Irlanda, Portugal y Grecia; pero en el borde está ya Italia, una economía mucho más grande. Si sucumbe Italia a las presiones de la deuda y requiere un rescate como el de los otros tres países, la vulnerabilidad alcanzará a España. Y hasta Francia, cuyo gobierno defiende a ultranza la calificación AAA del mercado para su deuda, sería tocada.

Todo parece depender, pues, de lo que dicte la exigencia de los rendimientos esperados de los bonos de la deuda soberana. Entre tanto, el sistema bancario europeo queda bastante expuesto ante las pérdidas del valor de los bonos de esa deuda. La fragilidad se podría extender de ahí hacia los bancos de Estados Unidos con mucha rapidez. Sí, el asunto es global y la expresión del conflicto suscitado tiene una expresión local muy definida y con grandes posibilidades de exacerbarse.

Maynard Keynes, el economista tan mentado en el entorno de esta gran crisis financiera, escribió en 1933: Las ideas, el conocimiento, el arte, la hospitalidad, los viajes, estas son las cosas que deberían por su naturaleza ser internacionales. Pero déjese que los productos sean de origen nacional cuando esto sea razonable y convenientemente posible, y por encima de todo, déjese que las finanzas sean primordialmente nacionales.

Esto puede en principio parecer anacrónico, luego de tanto entusiasmo globalizador que ahora se enfría y está sumamente cuestionado tal y como se ha planteado y aplicado. Y, sin embrago, el viejo Keynes podría reivindicarse de alguna manera. El peso de lo nacional en las relaciones internacionales sigue siendo hoy muy grande; es ostensible en el marco europeo.

La integración económica que se ha hecho en Europa, manteniendo los espacios políticos y, por lo tanto, fiscales de los países miembros, ahora revienta por el endeudamiento de algunos de ellos, financiado –eso sí– por los bancos de los otros.

El dinero por sí mismo, como unidad de cuenta y reserva de valor, no aguantó las diferencias políticas y las ventajas desiguales derivadas de la distinta productividad entre los socios. Alemania siguió siendo la principal beneficiaria del esquema de la unión. Incluso ahora sigue ganando con un euro que se deprecia y hace más competitivas sus exportaciones.

Pero el asunto no es únicamente económico, tiene que ver la conformación de cada una de esas sociedades: sus esquemas políticos derivados de procesos históricos diferentes –aunque se consideren sólo los últimos 65 años– y la conformación de los regímenes democráticos que hasta hoy existen. La política italiana no es como la alemana.

A falta de argumentos políticos suficientes para restablecer alguna forma salvable de la promesa europea, se emplean las fuerzas para acomodarse a las exigencias financieras. Y no es que puedan eludirse de un plumazo, pues una recomposición productiva, laboral y financiera no sucedería de modo automático.

Para eso se emplaza hoy a los técnicos. Los diarios están plagados de referencias del arribo de los tecnócratas para gobernar en Atenas y Roma. Dos funcionarios europeos, uno fue vicepresidente del BCE y otro comisario de competencia de la UE, toman las riendas para acomodar el severo ajuste económico y social. No han sido elegidos, sino nombrados por los legisladores para tal tarea. ¿Será ese, entonces, el nuevo carácter de la democracia europea? El sistema de contrapesos de un Ejecutivo y un Legislativo se altera y tal vez el balance se traslade a la calle, lo que augura más fricciones.

La burocracia europea es muy fuerte y resistente, está bastante alejada de los ciudadanos que no se reconocen en ella; los referentes políticos siguen siendo nacionales. Y los burócratas de alto nivel no son neutros, todo el tiempo hacen política, tienen ideología e intereses; creer otra cosa es ingenuo, allá y acá.

Para muchos griegos e italianos debe parecer que la democracia entra en un embudo con salida estrecha y también sus condiciones de vida. El atasco que suele ocurrir en tales casos es el que podría definir el siguiente paso en la reconformación de Europa; éste podría ser el fin de la UE como ahora se conoce. La aplicación de los ajustes económicos que hay que aplicar puede llevar, según algunos, hasta a dos décadas perdidas de desarrollo (¿suena familiar?), lo que representa en el mejor de los casos una cuarta parte de la vida de un individuo.

El poeta lo ha puesto mejor que nadie, ha dicho Pessoa: “Soy un técnico, pero tengo técnica sólo dentro de la técnica.

Aparte de eso estoy loco, con todo el derecho a estarlo.