Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de noviembre de 2011 Num: 871

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Depresión
Orlando Ortiz

Soledad de una madre
Takis Sinópoulos

Giordano Bruno en la hoguera
Máximo Simpson

Dos poetas

Ricardo Prieto, un dramaturgo inolvidable
Alejandro Michelena

Ted Hughes, animal y poeta
Anitzel Díaz

Identidad e idioma en el sur de Estados Unidos
Antonio Valle entrevista con Antonio Cortijo

Claudio Magris, académico y cronista
Raúl Olvera

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Manuel Stephens

¡Eran cuarenta y dooos!

A las tres de la mañana del 18 de noviembre de 1901, en la céntrica Cuarta Calle de la Paz (hoy calle de Ezequiel Montes), un gendarme notó que en una accesoria se efectuaba un baile a puerta cerrada y, para pedir la licencia, fue a llamar a la puerta. Salió a abrirle una jotita vestida de mujer. Con la falda recogida, la cara y los labios llenos de afeites y muy dulce y melindrosa en la forma de hablar. Ante esa imagen, que hasta al cansado guardián le revolvió el estómago, se introdujo en la accesoria sospechando lo que aquello sería y se encontró con cuarenta y dos parejas de “pervertidos”, vestidos los unos de hombres y los otros de mujer, que bailaban y se solazaban en aquel lupanar.

En las crónicas de los primeros testimonios se insiste en que son cuarenta y dos los detenidos. Luego se ajusta el número a cuarenta y uno y eso aviva los rumores; el que desaparece de la lista y huye por las azoteas es don Ignacio de la Torre, casado con la hija de Porfirio Díaz. Más que ningún otro hecho, lo que distingue a la redada es la presencia, certificada por el chisme masivo, del “primer yerno de la nación”. Esto afianza la lealtad de la memoria histórica no obstante la imprecisión de las noticias, el rumor debilísimo según el cual el participante cuarenta y dos era una mujer (¿iría De la Torre de travesti?) La ausencia de fotos y el hecho de nada más estar seguros de los nombres de tres: Jesús Solórzano, Jacinto Luna y Carlos Zozaya, nos indica que lo más común durante las redadas es el olvido de la identidad. Ciento diez años después, toda certidumbre se ha desvanecido, menos la presencia de Nacho de la Torre.

También se habla de la detención de jóvenes de “familias conocidas y de buena posición”. Además de eso, va resultando que todos son “pollos gordos”, algunos riquillos que la portan: criados en paños azules. Los excluidos de la élite porfiriana aprovechan su oportunidad y cubren de estigmas a los privilegiados, que ni con eso dejan de serlo. La lista exacta de los “cuarenta y uno” nunca se divulga y ningún nombre conocido se publica. Se dice el pecado pero, si los pecadores tienen dinero, su identidad circula únicamente en los patíbulos del chisme, tan volátiles por lo común. Los gays de la élite porfiriana, “invisibilizados” por su estatus sólo padecen las acechanzas del rumor que desborda la regla; es de Nacho de la Torre de quien se difunden sus excentricidades, su fortuna, y cubren de estigmas a los privilegiados, sus desplantes y su homosexualidad tan conveniente para los necesitados. La lista exacta de los cuarenta y uno nunca se divulga y ningún nombre conocido se publica.

En la hacienda de don Nacho, el presunto host de la fiesta, trabaja por un tiempo Emiliano Zapata quien –según la leyenda– va por vez primera a Ciudad de México como caballerango de don Nacho, y este viaje, también se dice, perfecciona su homofobia.

Para entender el odio a lo diferente en el México de principios de siglo, conviene revisar la moral imperante durante la dictadura de Porfirio Díaz, que en lo público es estricta con todos, normales y “anormales” (en lo privado no le va tan mal a los heterosexuales promiscuos). A esta moral le indignan, por ejemplo, el adulterio, la pérdida de la virginidad antes del matrimonio, el sexo sin fines reproductivos, la exhibición de las piernas desnudas de las mujeres (como lo prohibió el padre de Amalia Hernández al inicio de su carrera), el conocimiento de la anatomía. La masturbación, se afirma, causa daños irreversibles, entre otros, que crezca  vello en la palma de la mano. Y sin definición alguna se alaban el decoro, la dignidad, el pudor, la castidad.

El epíteto maricón es la sentencia implacable y es, en última instancia, la huida a través de la autoparodia y el ánimo orgiástico. Al no admitirse el humor desesperado que, por sí solo, a contracorriente otorga las libertades al alcance, este sería el mensaje: “Si no me río de mí mismo no reafirmo mi humanidad.” Y de acuerdo con las generaciones siguientes, el punto de resistencia de los gays es la conversión del determinismo en relajo; de la culpa en desfile de modas; de la condena en ridiculización de las convenciones idiomáticas.

“Ay mana… nunca tendrás corona, sólo peinado con pasadores con punta de goma”.