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Jonathan FranzenFoto Greg Martin
 
Periódico La Jornada
Miércoles 2 de noviembre de 2011, p. 4

La noticia sobre Walter Berglund no apareció en la prensa local –Patty y él se habían trasladado a Washington dos años antes, y en Saint Paul ya no contaban para nadie–, pero la aristocracia urbana de Ramsey Hill no era tan leal a su ciudad como para privarse de leer el New York Times. Según un largo y nada halagüeño artículo de este periódico, Walter había arruinado su vida profesional allá en la capital de la nación. Sus antiguos vecinos tenían ciertas dificultades para conciliar los apelativos que utilizaba el Times para describirlo (arrogante, prepotente, éticamente dudoso) con el rubicundo, risueño y generoso empleado de 3M al que recordaban pedaleando bajo la nieve de febrero por Summit Avenue, camino de la oficina; resultaba extraño que Walter, más verde que los Verdes y él mismo de origen rural, tuviera ahora problemas por actuar en connivencia con la industria del carbón y abusar de la gente del campo. Aunque, la verdad sea dicha, con los Berglund siempre había habido algo que no terminaba de encajar.

Walter y Patty fueron los jóvenes pioneros de Ramsey Hill: los primeros graduados universitarios en comprar una vivienda en Barrier Street desde que tres décadas antes el antiguo corazón de Saint Paul se viera sumido en tiempos difíciles. Compraron su casa victoriana a precio de saldo y luego, durante diez años, se dejaron la piel reformándola.

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Para cualquier consulta, Patty Berglund era un recurso, una alegre portadora de polen sociocultural, una abeja afable. En Ramsey Hill era una de las pocas madres que no trabajaban, y se la conocía por su aversión a hablar bien de sí misma o mal de los demás. Decía que temía acabar decapitada algún día por una de las ventanas de guillotina cuyas cadenas había cambiado ella misma. Sus hijos probablemente iban a morirse de triquinosis porque les había dado cerdo poco hecho. Se preguntaba si el hecho de que ya nunca leyera libros estaba relacionado con su adicción a los efluvios del aguarrás. Confesaba que tenía prohibido echar abono a las flores de Walter después de lo sucedido la otra vez. Entre algunas personas esa forma de autodescrédito no sentaba bien, personas que percibían cierta condescendencia en ello, como si Patty, al exagerar sus pequeños defectos, pretendiera ostensiblemente no herir los sentimientos de amas de casa menos expertas. Pero la mayoría de la gente consideraba sincera su modestia, o como mínimo graciosa, y en todo caso no era fácil resistirse a una mujer por quien tus propios hijos sentían tanto aprecio, y que recordaba no sólo los cumpleaños de ellos sino también el tuyo, y entonces se presentaba ante tu puerta trasera con una bandeja de galletas o una tarjeta de felicitación o lirios en un jarrón de un todo a cien que, te decía, no tenías que molestarte en devolverle.

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Carol Monaghan era la única otra madre de Barrier Street que llevaba allí tanto tiempo como Patty. Había llegado a Ramsey Hill como resultado de lo que podría llamarse un programa de intercambio de enchufes, ya que había sido secretaria de un alto cargo del condado de Hennepin que la trasladó de distrito después de dejarla embarazada. Mantener a la madre de tu hijo ilegítimo en la nómina de tu departamento: a finales de los años setenta, esas cosas ya no se consideraban en consonancia con el buen gobierno en la mayoría de jurisdicciones de las Ciudades Gemelas, el área metropolitana de Minneapolis-Saint Paul. Carol se convirtió en una funcionaria medio ausente, una de esas que se toman un descanso tras otro, adscrita al registro municipal de permisos y licencias, mientras que, a cambio, una persona tan bien relacionada como ella en Saint Paul fue contratada al otro lado del río. La casa de alquiler de Barrier Street, contigua a la de los Berglund, formaba parte del trato, cabía suponer; de lo contrario, no era fácil entender por qué Carol había accedido a vivir en lo que por entonces era aún en esencia un barrio degradado. En verano, una vez por semana, un chico de mirada vacía, con un mono del Departamento de Parques y Jardines, llegaba al anochecer en un todoterreno sin distintivos y le cortaba el césped, y en invierno ese mismo chico aparecía como de la nada para quitar la nieve de su acera.

A finales de los años ochenta, Carol era la única persona de otro nivel que quedaba en la manzana. Fumaba Parliament, se teñía de rubio, exhibía unas espeluznantes uñas como garras, daba a su hija alimentos excesivamente procesados, y los jueves por la noche llegaba a casa muy tarde (Es la noche libre de mamá, explicaba, como si todas las mamás tuvieran una), entraba con sigilo en casa de los Berglund, usando la llave que ellos le habían dado, y recogía a Connie, que dormía en el sofá donde Patty la había tapado con unas mantas. Patty había sido de una generosidad implacable al ofrecerse a cuidar de Connie mientras Carol iba a trabajar o hacía la compra o se dedicaba a sus asuntos de la noche del jueves, y Carol había acabado dependiendo de ella para un sinfín de horas de canguro gratuitas. Difícilmente habría escapado a la atención de Patty que Carol devolvía esta generosidad actuando como si la hija de la propia Patty, Jessica, no existiese, y mimando indebidamente a su hijo, Joey (¿Qué? ¿No va a darme otro besazo este galán irresistible?), y arrimándose mucho a Walter en las fiestas del barrio, con sus blusas vaporosas y sus tacones de camarera de bar de copas, elogiando las proezas de Walter en las reformas de la casa y soltando estridentes carcajadas ante todo lo que él decía; pero durante muchos años lo peor que Patty decía de Carol era que las madres solteras tenían una vida difícil, y si Carol se comportaba a veces de forma extraña con ella era seguramente por una cuestión de orgullo.

En opinión de Seth Paulsen, que hablaba de Patty un poco demasiado a menudo para gusto de su mujer, los Berglund eran de esos progresistas hiperculpabilizados que necesitaban perdonar a todo el mundo para que se les perdonara a ellos su propia buena suerte; que carecían del valor necesario para asumir sus privilegios. Uno de los problemas de la teoría de Seth era que los Berglund no eran unos privilegiados en absoluto; su único bien conocido era la casa, que habían reformado con sus propias manos. Otro problema, como Merrie Paulsen señaló, era que el progresismo de Patty dejaba mucho que desear, por no hablar de su feminismo (se quedaba en casa con su calendario de cumpleaños, horneando sus condenadas galletas), y parecía del todo alérgica a la política.

Fenómeno de ventas en Estados Unidos, donde su obra anterior (Las correcciones) vendió casi 4 millones de ejemplares, Jonathan Franzen lleva ahora 2 millones de volúmenes vendidos de su cuarta novela, Libertad, donde a través de una familia, los Berglund, retrata a la sociedad estadunidense desde la cotidianidad, y renuncia a la grandilocuencia, el falso heroísmo y demás maquillajes. Ubica su relato hiperrealista –celebrado ampliamente por la crítica– en el contexto social posterior a los atentados del 11S y antes de la llegada de Barack Obama al poder. Con autorización de Editorial Océano, reproducimos a manera de adelanto un fragmento, el inicial, de esta novedad editorial que empezará a circular en breve en México