Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

El bosque de los libros

A

brí la puerta de mi nueva casa. Los inquilinos anteriores habían tenido que mudarse de prisa a una ciudad de provincia. No me extrañó que por todas partes hubieran dejado papeles, lazos, prendas dispares y una maleta negra. Aunque despertó mi curiosidad, no era el momento de abrirla. Por la tarde llegaría el camión con mis muebles y para esa hora necesitaba tenerlo todo despejado.

Me acerqué a la ventana. La vista de la barranca con sus intrincados follajes me pareció un buen augurio. Pensé en que cuando necesitara mudarme otra vez añoraría ese paisaje sobreviviente en medio de una ciudad insaciable y ávida de espacios verdes.

Empecé a recorrer las habitaciones. Mis pasos adquirían el eco triste con que siempre resuenan en las casas que han permanecido deshabitadas. Para no oírlos regresé a la sala y abrí la caja en donde tenía lo necesario para sobrevivir durante las horas de soledad antes de que llegara mi esposo con la mudanza: un radio y una cafetera. La música y después el olor del café me hicieron sentir por vez primera dueña de la casa.

Durante aquella mañana interrumpió mi trabajo la aparición de mis nuevos vecinos para ofrecerme su ayuda. El último en llegar, el colono más antiguo, me explicó que mucho tiempo atrás los terrenos en donde ahora se encontraba nuestro condominio horizontal habían pertenecido a un bosque con un zoológico.

Agradecí las visitas, pero en el fondo deseaba estar sola para disfrutar por adelantado del aspecto que tendrían las habitaciones con mis muebles y sin aquella maleta negra que, a mitad de la sala, parecía olvidada en una estación pueblerina. Decidí tirarla, pero antes quise ver su contenido. Tenía la infantil esperanza de encontrar documentos misteriosos, cartas, fotos, pero sólo aparecieron un zapato, una rasuradora inservible y un cuaderno forrado con papel azul descolorido.

Lo abrí. En la primera hoja estaba escrita una fecha: junio de l944. En la siguiente un titulo: El bosque de los libros. A partir de la tercera, todas las hojas se hallaban invadidas por una escritura muy fina y legible que me invitó a la lectura.

II

“Aquel viernes, como siempre, me despertó la alharaca de mis compañeros. Eso y los silbidos de Ponciano auguraban un día como todos. En medio de la normalidad me sorprendieron los gritos de Tulio: ‘Margarito, Ponciano: recuerden que hoy deben adelantar los horarios de comida y hacer limpieza general por la tarde’. Margarito protestó con su voz gangosa. Ponciano emitió un silbido tan grande como su disgusto.

“No fui el único extrañado por el cambio de rutinas. Desde sus respectivas ventanas, Clara, Lucas, Chuin-Lo y Zoila me preguntaban qué estaría sucediendo. Les pedí calma y silencio para poder oír lo que Margarito le decía a su esposa que acababa de llegar a buscarlo: ‘Mañana es la inauguración de la biblioteca. Asistirán personas muy distinguidas, entre ellas los benefactores. Tulio quiere que lo encuentren todo en orden y que la población luzca presentable. Tendré mucho trabajo. Mejor no me esperes’. La esposa nos miró burlona: ‘No me digas que éstos también están invitados’. Margarito soltó una carcajada: ‘No, ¿cómo crees? ¡Qué saben de libros estos animales!’

“Me ofendió mucho que Margarito se refiriera a nosotros con ese término –animales– cuando siempre nos menciona por nuestros nombres (Demóstenes, Clara, Lucas, Chuin-Lo, Darwin, Zoila…). Más me disgustó que nos creyera incapaces de disfrutar de los libros. Si mis compañeros no lo habían hecho era porque nadie, jamás, les acercó uno. En ese sentido soy el más afortunado: durante el tiempo en que viví con los benedictinos pude ver muchos libros, aunque por supuesto sólo desde el campanario.

“En cuanto Margarito se alejó, Clara (que me supone un sabelotodo) me preguntó qué significaba la palabra biblioteca. Basado en mi experiencia con los benedictinos se lo dije: ‘Cuartos con muchas hileras de libros bien formaditos’. Lucas, el más curioso de nosotros, quiso que le explicara qué hay en los libros. No supe decírselo porque nunca había abierto uno. Darwin, a quien le soy muy antipático, se burló de mí: ‘Demóstenes: ¿no que eres tan sabio?’ Lo amenacé. Chuin-Lo, siempre tan ecuánime, me pidió calma.

“Acepté su consejo y me reconocí como un ignorante, pero con ganas de saber qué había en los libros. Así, se me ocurrió que el sábado por la noche, después de la inauguración, entráramos en la biblioteca. Todos estuvieron de acuerdo. El problema radicaba en cómo lograrlo. Pensé en pedirle ayuda a Zoila. Es bien conocida su mala costumbre de robar objetos brillantes y como las llaves lo son, le resultaría muy fácil quitarle el llavero a Ponciano cuando él se acercara con la merienda.

“Acordamos mantener nuestros planes en secreto y llevarlos a cabo con el mayor sigilo. Si nuestros vecinos se enteraban iban a armar tal escándalo que echarían abajo nuestros proyectos. La ilusión de realizarlos nos mantuvo el resto del día alegres y disciplinados: aceptamos nuestros alimentos una hora antes de lo habitual y nos arrinconamos mientras Margarito y Ponciano limpiaban nuestros alojamientos y les esparcían desinfectante. A las 9 de la noche todos estábamos acostados pero no dormidos. Pasamos horas diciendo cómo nos imaginábamos que serían los libros por dentro.

III

“Abrevio: a la mañana siguiente nos despertaron los silbatos con que los policías desviaban el tráfico para facilitar la llegada de los invitados a la inauguración de la biblioteca. Fueron muchísimos. Al pasar frente a nosotros se detenían a mirarnos con curiosidad (menos de la que nosotros experimentábamos hacia ellos) y enseguida continuaban rumbo al Parador de los Cipreses. Queda lejos de nosotros y no vimos la ceremonia, pero escuchamos discursos, discursos y más discursos. ¡Uf!

“Cuando todo terminó sentimos un gran alivio de pensar que al menos por el resto de la tarde no llegaría nadie más. Comimos tranquilos a las dos y merendamos a las seis. Ahítos y nerviosos (como ladrones) esperamos a que se hiciera de noche para allanar la biblioteca.

“Abrevio otra vez: salir de nuestros módulos resultó más difícil de lo que creíamos. Caminar por los senderos en medio de la oscuridad y seguidos por los insectos fue una experiencia nueva y encantadora, pero no tanto como la de entrar en la biblioteca y percibir su quietud. Sólo la iluminaba la luz de los faroles que están cerca del bosque. Como soy el que mejor ve en la penumbra le serví de guía a mis compañeros. Con cierto temor nos acercamos a los libros. Al ver que no hacían ningún daño los olfateamos y los abrimos. Estaban llenos de manchitas negras sobre el papel blanco. Juntas parecían hormigueros. Los mirábamos divertidos aunque sin comprender su significado. Para eso necesitábamos muchísimo tiempo. El nuestro era corto y estaba a punto de terminarse: amanecía.

“Zoila tuvo la idea de que cada uno de nosotros tomara un libro para analizarlo en privado. No estuve de acuerdo. Ella me convenció diciéndome que la biblioteca estaba llena de libros y nadie iba a notar las faltas. Habría sido de ese modo si la noche siguiente y algunas más no hubiéramos cometido nuevos hurtos en la biblioteca. Todo iba muy bien pero, como dice Tulio, la mentira dura mientras la verdad aparece. ¡Y apareció!

IV

“Una tarde nos llegaron gritos desde la administración. Tulio responsabilizaba a Ponciano y a Margarito por la falta de 109 libros en la biblioteca. Amenazó con despedirlos y llevarlos ante las autoridades si los volúmenes no aparecían en menos de 24 horas. Los pobres hombres insistían en su inocencia y le explicaban el daño que iba a causarles a sus familias si los desempleaba. Ni eso conmovió a Tulio. Como responsable del bosque y del zoológico lo era también de la biblioteca.

“Las lágrimas de Ponciano y Margarito nos estremecieron. No era correcto que por causa nuestra Tulio estuviera acusándolos tan injustamente. Después de discutirlo por algunos minutos mis amigos y yo llegamos a una conclusión: esa noche regresaríamos a devolver lo robado.

Fue un momento muy triste, porque ya nos habíamos acostumbrado a tener libros junto a nosotros. Era suficiente con mirarlos y acariciarlos para sentirnos distintos: yo, menos búho; Clara, menos avestruz; Lucas, menos simio; Chuin-Lo, menos panda; Zoila, menos urraca, y Darwin, menos loro. La esperanza de alguna vez poder interpretar el contenido de aquellos objetos de papel nos había llenado de una extraña y maravillosa sensación de libertad: algo difícil de experimentar cuando uno es nada más el habitante de un zoológico.

En la última página del cuaderno había sólo tres líneas: “Concurso de lenguaje. Composición presentada por Antulio Ramos Loredo (seudónimo: Demóstenes, el Búho.) Grupo: Sexto C.