Opinión
Ver día anteriorLunes 24 de octubre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Leonard
B

ien extraño que resulta que ahora esté en boca de todos porque lo condecoró la realeza española, que qué puede saber de estas cosas. El gambito de los príncipes oportunistas no debería poner serio a Leonard Cohen (1934). No a él, rey del cool, asceta, triste y esteta en la lumbre de su crudeza. La ironía como relámpagos. Eso le bastó para convertirse en un artista significativo del fin de siglo. Muy al modo moderno, desde el show bizz y su espacio sonoro. Ya era novelista prometedor, y poeta en estado puro con obras memorables como Flores para Hitler y La caja de especias de la Tierra, cuando en 1966 dio un giro radical a su persona.

En poco tiempo había escrito dos novelas estupendas: El juego favorito y Hermosos perdedores, esta última precisamente de 1966, igual que Suzanne, la canción donde comienza el Cohen definitivo. Perdimos al escritor: no volvió a la narrativa, dejando dos rabiosas, divertidas y trágicas historias con el aliento de Henry Miller y la inventiva de Georges Bataille.

Hijo de clase media acomodada e ilustrada, salió de su natal Montreal a merodear revoluciones en Cuba, triunfante, y Grecia, aplastada. Perdió sus pasos en París y Nueva York, vio crecer el fenómeno Bob Dylan y se dijo: si él canta sus poemas, ¿por qué yo no? Produjo su primer disco, el célebre Songs of Leonard Cohen (1967), y optó por habitar los escenarios como cuartos de hotel (no todos nacen con voz de oro) y se dejó llevar.

A pesar de los austeros resultados comerciales y su austeridad musical y personal, el encanto melancólico y la sensualidad de sus versos le dieron un lugar de inmediato en el reino del pop, que por esos años y con los Beatles a la batuta confirmaba al rock como la música del futuro. Finos intérpretes de folk rock retomaron sus rolas, y en su oportunidad llegaría al punk, el gótico o el cante jondo.

Para una generación de espectadores acostumbrada a los claridosos dramas suecos de Ingmar Bergman, las canciones de Cohen, sus sentencias lapidarias con las entrañas en la mano, resultaban de lo más normal, embonaban con los penares a la José Alfredo Jiménez, pero en clave de jazz bar. A partir de los años 70, los poetas jóvenes de México y luego de la España posfranquista se dijeron con frecuencia traductores suyos, aunque no todos lo hicieran por escrito. La mayoría lo tradujo quizá en su mente, pero ya con eso.

Se sabe que con Take This Waltz confesó su fascinación por Federico García Lorca. Ésta es real, no coyuntural, como pareciera ahora que lo pasean y exhiben con cargo al erario de una España en bancarrota. Sus propias gacelas y casidas son espumosas. A su hija le puso Lorca. En 1996, el gran Morente lo supo trasladar al flamenco con los versos originales del Pequeño vals vienés lorquiano y le hizo cante el Aleluya (tal vez la pieza más interpretada del repertorio de Cohen).

Pasajero habitual de las obsesiones de judío con culpa y sin Freud, tuvo debilidad por el martirologio de las vírgenes cristianas (Juana de Arco, la santa mohawk Catherine Tekawita). Fascinación perversa por el verdugo nazi. Misticismo insuficiente, por mucho zen que invirtiera. Siempre cantor del amor profano. Sugerente, ladies man confeso, extranjero en tránsito con un horario de trenes a la mano y una manera filosa de decir la verdad carnal, aun mintiendo. Pero como declara en la grabación reciente de un concierto en Londres (2009), ya probó de todo: prozac, paxil, bifexor, ritalin, focalin; también extenuó la filosofía de las religiones. Y no le queda sino confesar que no hay curación para el amor (There Aint’t No Cure For Love).

Su producción se mide en discos, y sus libros son o parecen cancioneros. En Madrid, Visor lo traduce con cariño hace mucho. Así como unos plagiaban a Jaime Sabines para convencer a las damas rejegas, otros plagiaban a Leonard para al menos dejarles claro de lo que se perdían.

A eso se reduce la vida de Cohen. La poesía de los años, las excursiones europeas, californianas, orientales. El canadiense más famoso del mundo (hasta antes de Justin Biber) les ha puesto la banda sonora del abandono a los ardidos, los perdidos y los desvelados, allí cuando el amor no tiene remedio.

El cine no ha sido inmune a su canto. Tempranamente, Werner Herzog mostró admiración en Fata Morgana (1969), hipnótico y alucinante documental sobre los espejismos del desierto con pista casi continua de Bach y el primer Cohen. A más de aparecer en numerosas bandas sonoras, cuando menos al irlandés Neil Jordan le resolvió el revés de la trama para The Good Thief (Un buen ladrón, 2002) con una sola canción, la del que siempre regresa a la calle del Boogie para reconocer a los secretos por su nombre, mil besos más adentro.

Con los indignados en las plazas del reino hispánico, no parece un buen momento para arrimarse a los príncipes de la zarzuela. Que al menos le sirva el premio para pagar cuentas pendientes. Pecadores como Leonard siempre las tienen.