Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 2 de octubre de 2011 Num: 865

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ana Thiel: sobre todo
la vida

Ingrid Suckaer

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

La reseña crítica en la mira
David Hernández Meza

Efrén Rebolledo o el
lujo de la lujuria

Enrique Héctor González

Adolfo Sánchez Vázquez: rebelión, antifascismo
y enseñanza

Stefan Gandler

El último gran marxista
de Hispanoamérica

Gabriel Vargas Lozano

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Jorge Moch
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Royal tour

Entre el presidente del sexenio sangriento, como certero lo llama Hugo Gutiérrez Vega, y esas madrastras mediáticas de la propaganda oficial que son las televisoras, el gobierno mexicano intenta lavar un poco la sangre y la pólvora de su ruinosa jeta durante un apresurado trote por las calles de Nueva York. El sátrapa coleccionista de pretextos a su ineptitud es laureado en el corazón del capitalismo brutal (por la obediencia con que nos aplica las recetas letales de los pandilleros de la especulación financiera global) y convierte el asunto en un escaparate a las delicias que puede ofrecer este país de taxistas, sirvientes, meseros, lancheros, camareras y pinches a los crasos de Primer Mundo. El propósito es en principio plausible, pero en la praxis peripatético: incentivar el turismo hacia México, aligerarle la gravosa imagen mundial de país violento; tratar de borrar la masacre, de minimizarla, recurrir a trucos de espejos y aquí no pasa nada para volver a ser sinónimo de sol y margaritas y no de balaceras y descabezados. Renovar el delirio. Reponer el cosmético reventado a granadazos. Pescar peces vela y no cuerpos mutilados de las procelosas aguas de nuestros litorales. Que Veracruz esté en boca de todos por su son, sus mariscos, su café, y no por treinta y cinco cadáveres mutilados, botados en una de sus principales avenidas. Que México no es sepulcro de periodistas.

A muchos de aquellos para quienes están pensados los complejos turísticos de Puerto Vallarta, Cancún o Baja California les fascina la peligrosidad de la víscera mexicana, la leyenda negra de narcos y santasmuertes, de barones de la droga, de cuernos de chivo bañados en oro, y también les fascina la putería de nuestros puertos, la carne prieta y reluciente de agua de jacuzzi de nuestros efebos y nuestras ninfas exóticas, y les encanta nuestro ruido enloquecedor, nuestro mariachi, nuestro reguetón trasnochado y la posibilidad siempre sibilina y lúbrica de esnifar coca barata o fumarse un churro de mota a la orilla del mar, de preferencia oyendo boleros de los que no entienden un carajo y dando sorbos a una piña colada, a un daiquirí, a unas medias de seda o quemarse el gaznate con un mezcal enchilado. Porque se trata de habitar una postal exótica, de sumar otra anécdota, otro amuleto que certifica que somos alegres, complacientes y un poco idiotas, incapaces de adjudicarnos un país moderno: bonachona, barata, agradecida y sumisa mano de obra. Qué les importa en realidad a la inmensa mayoría de esos turistas dispensadores de euros y cueros de rana si la raíz cultural de los pueblos originarios de esas playas de arenas blancas y aguas azules en que hunden los pies gordos y rosados son mayas o majapahit, si están en Tulum o en Bali, si el plato nacional se llama pozole o lauk, si el pollo picante está ahogado en mole poblano o sambal olek.

Pero la cabrona realidad es imbatible. El exotismo, nuestros curiosos usos y costumbres van a trucar en terror, en correr despavorido, en desmayos de susto y hasta en impacto de bala; en desangrarse en una acera lejos de su casa y su gente, en encontrarse de pronto en medio de una tracatera entre sicarios de bandas rivales o entre soldados y sicarios, o entre policías y soldados… entre mexicanos que de pronto seremos otra vez esas bestias encarnizadas afortunadamente tan lejos, baby, de la gente civilizada. De pronto seremos esos tontos que le dan de beber gaseosa a un niño de pecho. Los que pintan un burro en una calle de Tijuana o emborrachan otro, alcohólico incurable, en una playa de Acapulco. Los que secuestran y mutilan. Los que torturan y degüellan. Los salvajes.

Aunque tengan la enorme fortuna de no topar en un lujoso hotel de Los Cabos con nuestra naturaleza diabólica; aunque puedan pasear por el centro de Xalapa o Pátzcuaro sin tropezar con una cabeza cortada en cercén, verán los retenes, las camionetas artilladas de la Marina copando el barrio, los ojos del odio encapuchado con el casco y las fornituras, las armas, los chalecos antibalas que, por cierto, son prebendas de su gobierno al nuestro.

Y donde quiera que vayan encontrarán disimulado a medias, latente, agazapado y palpitando siempre en los ojos de la gente, el miedo. Allí, en el fugaz vistazo en derredor, en la sonrisa breve, en los gestos rápidos, nerviosos: el verdadero espíritu del México de hoy gracias, precisamente, a ese que trota en Nueva York vendiendo delicias culturales y gastronómicas de un país que nunca volverá a ser: miedo. Mucho miedo.