Opinión
Ver día anteriorMiércoles 28 de septiembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Paramilitarismo
E

l titular de la Secretaría de Gobernación, Francisco Blake Mora, señaló ayer en un escueto mensaje a los medios, que el gobierno federal encabeza la lucha contra el crimen con fundamento en la ley y a través de las instituciones formalmente constituidas para ello, y añadió que cualquier otra expresión que pretenda erigirse en combatiente del crimen carece de legitimidad necesaria y, con independencia de la causa o motivación, enfrentará la fuerza del Estado.

La declaración no puede desvincularse del hallazgo, ocurrido la semana pasada, de 35 cadáveres colocados en una transitada vía de Boca del Río, Veracruz, en lo que constituye, hasta ahora, el indicio más verosímil de la presencia y acción de grupos dedicados al exterminio de delincuentes reales o presuntos, y de quienes puedan parecer, a ojos de los asesinos, como indeseables sociales.

Aunque el funcionario federal no haya hecho referencia explícita a ese suceso, y a pesar que no hay pruebas contundentes sobre la existencia de ese tipo de organizaciones, los dichos referidos parecieran un reconocimiento tácito de una perspectiva cuya viabilidad se fortalece, entre otros elementos, con los comunicados en video difundidos a través de Internet por una entidad autodenominada Cártel de Jalisco Nueva Generación-Matazetas, y con acusaciones como las formuladas de manera precipitada –a unas horas de la macabra aparición– por autoridades estatales de que los asesinados de la semana pasada tenían, en su totalidad o en su gran mayoría, vínculos con la delincuencia organizada, en lo que pareció, si no una justificación, al menos un atenuante de la masacre.

Más allá de ese atroz episodio, es difícil explicar la extensión de la violencia y muerte que se registra en el país en el contexto de la guerra contra la delincuencia, a la que suma la presencia de grupos irregulares que operan con el propósito de aniquilar a sectores específicos de la delincuencia, y que son tolerados, alentados o incluso organizados desde alguna instancia del poder público. Al respecto, es inevitable recordar el desparpajo con que el alcalde de San Pedro Garza García, Mauricio Fernández, anunció en su momento que cometería diversas acciones al margen de la ley, entre ellas, la constitución de un comando rudo. Otro elemento que hace suponer que en nuestro país se lleva a cabo una estrategia de limpieza social son las recurrentes masacres ocurridas en centros de rehabilitación de adicciones en ciudades como Ciudad Juárez, Durango y Tijuana. Por lo demás, hay diversos indicios de que integrantes de corporaciones oficiales colaboran o han colaborado con la delincuencia para atropellar los derechos básicos de personas en estado de indefensión; un ejemplo de ello es la recientemente descubierta venta de migrantes a los zetas por agentes del Instituto Nacional de Migración.

En el presente contexto nacional de violencia, barbarie y devaluación de la vida humana, la presunción de la existencia de organizaciones paramilitares es alarmante, no sólo por cuanto encierra la pretensión de defender la legalidad violándola y de combatir a la violencia y criminalidad por métodos violentos y delictivos: lo es también porque tales grupos –se sabe desde siempre– tarde o temprano terminan por salirse del control de quienes los alientan, o financian. Es conveniente recordar lo ocurrido en Colombia, donde las organizaciones paramilitares, financiadas, respaldadas y armadas en sus inicios por empresarios, terratenientes y políticos cercanos al poder, como hace poco se documentó el vínculo con el ex presidente Álvaro Uribe, han asesinado a unas 150 mil personas, según datos de la Fiscalía General de la nación andina.

Ante tal circunstancia, declaraciones como las formuladas ayer por Blake resultan insuficientes: se requiere, en cambio, un deslinde profundo e inmediato y una reacción contundente de aquellos estamentos del poder político (federal, estatal o municipal) desde los que pudiesen haber surgido estos grupos. De lo contrario, se corre el riesgo de desvirtuar todavía más la de por sí menguada autoridad del Estado, y de transitar de la pérdida de control territorial por la autoridad a una circunstancia aún más distorsionada: la aceptación inadmisible de una legalidad aplicada por la delincuencia.