Opinión
Ver día anteriorMartes 13 de septiembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Metamorfosis de una ciudad
H

ace unos días, al sur de París, pasé por la avenida de Italie. Sentí que me faltaba la respiración, un peso enorme me aplastó contra el suelo. Durante unos segundos, dudé de mis pulmones. La desagradable sensación pasó cuando comprendí a qué se debía y, en efecto, tuve la prueba de mis sospechas al llegar a la plaza de Italia: la opresión se debía a la altura y al peso vertiginosos de las torres que bordean esa vialidad.

Así, cuando Tania Huerta, mi hija, me propuso visitar en el barrio chino a unos amigos mexicanos, acepté el paseo pensando que se trataba de caminar por tierras conocidas. No se me ocurrió que la excursión a una zona parisiense iba a convertirse en un viaje a territorios lejanos.

Las calles desiertas de los domingos antes de mediodía, sin contar la súbita inclemencia del clima que anuncia el otoño y barre a los paseantes, me hizo llegar a la cita en la plaza con adelanto. La sombra de los rascacielos, el cubo gigantesco de un centro comercial cerrado, las oficinas vacías de las torres, doblaron la sensación de ser aplastada por ese gigantismo, agredida por su arrogancia.

Insolencia de los imponentes bloques de cemento y dinero, los automóviles a toda velocidad sin piedad para los peatones. Busqué dónde refugiarme del viento más que fresco. No vi ningún café cercano desde el cual mirar llegar a mis amigos. Dubitativa, me quedé inmóvil unos instantes. No escuché las palabras de un mendigo. Como no respondí, me insultó. Se alejó con un gesto agresivo en cuanto di dos pasos. Desde luego, no se trataba de la violencia que reina en el mundo: terrorismo, narcotráfico, guerras de clanes, civiles. Era la simple violencia cotidiana de una persona que busca un estatuto, aunque no sea sino de mendigo, en una sociedad.

Caminé hacia la boca del Metro para esperar protegida por la compañía de los desconocidos que emergen o entran. Me vino el recuerdo de mi primera visita a ese barrio chino, más de 30 años atrás. Había salido de un agujero semejante, sin mirar hacia ningún lado, para asistir a una reunión de corresponsales de prensa latinoamericanos en Francia. Cuando, dos horas después, volví a la calle, comenzaba a oscurecer. Decidí pasearme en una zona de la cual sólo conocía los islotes a los que se emerge de los subterráneos del Metro.

No había caminado 300 metros cuando una sensación e idea de extravío me invadieron. No supe dónde estaba. Alrededor mío, tiendas, restaurantes, almacenes chinos, acaso vietnamitas. Las personas que pululaban en las calles eran asiáticas. Los puestos de prensa exhibían periódicos con ideogramas. Ningún diario o revista francesa.

Las salas de cine anunciaban con esos mismos signos alfabéticos películas chinas. Caminé varias calles sin que nadie me viera, fantasma más extranjero que una aparición. Mi presencia ahí era una aberración óptica en el mejor de los casos. Mi existencia no era posible.

Volví varias veces a esa zona para visitar a Antonio Saura, observar sus trazos y contemplar, de pronto, efecto mágico, el resultado de las pinceladas cuando la obra estaba terminada.

Antonio vivía en un edificio mezcla de multifamiliar y talleres de artista, entre los límites de la Sorbona de Tolbiac y el barrio chino.

Puntuales a la cita, nos internamos por las calles que los inmigrantes han hecho suyas desde el interior de las construcciones. Respetuosos, no destruyen ni alteran las fachadas. Son anuncios, letreros, mercancías, vendedores, los habitantes quienes imponen su tradición y su espíritu. Sonrisa y cortesía son la regla.

Acaso al fondo de los corredores oscuros, dentro de los viejos edificios franceses, los dragones chinos bailan la Fiesta de la Luna y los padrinos de mafias chinas apuestan vidas, fortunas y pasaportes de muertos.

En París, las leyes de constucción son estrictas. Pero si su fisonomía ha cambiado en esta zona, no son los extranjeros sino las torres las que le dan un aspecto de desafío.