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Mar de Historias

Otra primavera

C

ada día es más insoportable el ruido que hay en esta calle. Como es paso al Periférico y al centro comercial, de la mañana a la noche se oyen motores, cláxones ofensivos, acelerones, insultos a gritos y las alarmas de los coches que sus dueños dejan estacionados a todo lo largo de la acera. La contaminación no es menos agobiante. Me parece un milagro que logremos respirar, que los árboles reverdezcan en cada primavera y que en sus ramas haya pájaros cantando. Es todavía más extraordinario que entre las junturas del cemento broten florecitas silvestres de todos colores.

Me encantan. Sus pétalos y su follaje son miniaturas primorosas, pero nadie las aprecia ni a nadie le importan. Cuando veo que Largo, el barrendero, las cercena con su escoba de varas o las arranca a puños, salgo a pedirle que por favor no lo haga. La forma en que me mira y su sonrisa me indican que ese hombre me toma por loca y no dudo que al regresar a su casa se burle de mí con su mujer.

Tal vez la actitud de Largo cambie si un día me animo a explicarle que esas flores son muy valiosas para mí. A pesar de su pequeñez me traen infinidad de recuerdos: mis padres, el pueblo en donde nací y pasé mis primeros años, el camino de la escuela, los helechos en la casa de mis abuelos, los muros de la iglesia tapizados de óxido y musgo, el jardín público.

Entre todos esos recuerdos el más valioso es el de Isabel, mi primera amiga. Era alta, pecosa, muy delgada. Su cabello negro, tirando a azul, y sus ojos verdes eran motivos de elogio. Su frecuente tartamudeo la hacía parecer lenta en el aprendizaje, pero en realidad era una niña despierta y muy hábil para el dibujo.

II

Empezamos nuestra amistad al comenzar la primaria. Tres años fuimos inseparables. Por las mañanas Isabel y yo nos íbamos juntas a la escuela. De regreso, prometíamos encontrarnos después de la comida para hacer la tarea. Yo procuraba que nos reuniéramos en mi casa. La suya me desagradaba porque don Justiniano, el padre de Isabel, tenía instalado su obrador de carnicero en el cuarto que daba a la calle. Nunca se lo dije a nadie, pero la mesa con trozos de carne y manchas de sangre me producía una repugnancia indecible y cierto miedo hacia don Justiniano.

Nos recuerdo a Isabel y a mí tiradas sobre los ladrillos vidriados del corredor haciendo la tarea muy empeñosas, no tanto por cumplir con una obligación cuanto para vernos libres lo antes posible y dedicarnos a jugar con la matatena, la reata o las tacitas de té que nos hacían pasar en un minuto de la infancia a la adultez y copiaban el gesto y el comportamiento de nuestras madres.

Los fines de semana, una de nuestras diversiones predilectas consistía en recorrer el jardín del pueblo en busca de mariposas y catarinas, pero sobre todo de tréboles con cuatro hojas que, según habíamos oído decir, son portadores de la buena suerte.

En nuestras búsquedas sólo encontrábamos florecitas silvestres que apenas sobresalían del pasto. Isabel se inspiraba en ellas para decorar los forros y los márgenes de sus cuadernos. Por eso recuerdo el brazo de su pupitre como el otro pequeño jardín que embelleció tres años de mi infancia.

III

Mentiría si dijera que Isabel y yo hicimos planes para el futuro. Es más, dudo de que lo concibiéramos más allá del día siguiente. Siempre al despedirnos por la noche, le decía: Paso por ti mañana a los veinte para las ocho. A esa hora comenzaba nuestra rutina.

Se alteró el lunes en que encontré a la madre de Isabel esperándome en la puerta de su casa: Mi hija no podrá asistir a clases porque tiene un dolor de cabeza muy fuerte. Explícaselo a la maestra y dile que si amanece bien, mañana se presentará en la escuela. No fue así. Durante toda la semana el pupitre de Isabel permaneció vacío.

El sábado fui a la casa de mi amiga. La encontré en su cuarto, dibujando en su cuaderno aquellas florecitas que tanto le agradaban. Isabel tenía buen aspecto, pero se notaba débil. Su madre lo justificó diciéndome que Isa había tenido fiebre, pero que de seguro el lunes iba a estar en condiciones de volver a clases.

Isabel y yo nos pasamos conversando hasta las 12, hora en que yo debía volver a mi casa. Le prometí regresar a la mañana siguiente. Ella no dijo nada. Arrancó la hoja con el dibujo que acababa de hacer y me la entregó. La recibí sin imaginarme que ese primer regalo también sería el último.

Al fin Isabel regresó a la escuela, pero sólo por dos semanas. Al cabo de ese tiempo le volvieron los dolores de cabeza y la fiebre. Sus padres terminaron por seguir la recomendación general: Llévensela a México para que la vea un especialista. El día del viaje pedí permiso de faltar a la escuela para ir a despedirla a la estación.

En el trayecto de su casa hasta allá no hablamos. Isabel parecía aturdida, ausente; sin embargo, me hizo jurarle que suspendería mi búsqueda del trébol de cuatro hojas hasta que ella volviera al pueblo. Cumplí mi palabra. Se lo dije cuando la vi de nuevo, seis semanas después, en brazos de su padre y envuelta en cobijas como si fuera un bebé y no una niña de ocho años. Isabel no superó esa edad.

IV

Un mediodía, al salir de la escuela, vi a mi madre conversando con una profesora. Las dos tenían cara de tristeza y en cuanto me acerqué guardaron silencio. Camino a la casa mi madre me descargó de la mochila y me preguntó qué tal habían estado las clases. Le dije que bien. Al dar la vuelta en la esquina le hice notar que el obrador de don Justiniano estaba cerrado. Ella no comentó nada.

Hicimos el resto del recorrido en silencio, pero en cuanto llegamos a la casa mi madre me llevó a la sala, se sentó frente a mí y me tomó de las manos para brindarme todo su apoyo antes de darme la mala noticia: Isabel murió.

Nunca antes había oído esa palabra en relación a un ser querido. Ignoraba lo que podía haber después de las dos sílabas –mu-rió– que mi madre había pronunciado muy despacio, como para retrasar lo más posible su efecto devastador sobre mí. No recuerdo cómo reaccioné ni lo que sucedió desde ese momento hasta la hora en que llegué de la mano de mis padres a la funeraria. Un hombre nos detuvo en la puerta: La niña no puede entrar. En ese momento comprendí que Isabel y yo quedábamos separadas para siempre por sólo dos sílabas: mu-rió.

Asistí a su entierro, lo mismo que algunos de nuestros compañeros de escuela. Supongo que ellos también habrán recordado durante mucho tiempo el golpe de la tierra conforme iba cubriendo el ataúd de Isabel y cayendo también sobre nuestros corazones infantiles.

Pasada la ceremonia me aislé en el mutismo. No entendía la muerte de Isabel. No aceptaba que ella permaneciera sola tres metros bajo tierra cuando podía estar conmigo haciendo la tarea, jugando, pretendiendo encontrar en el jardín del pueblo tréboles de cuatro hojas. La ceremonia del entierro se convirtió en una pesadilla, el cementerio en un sitio horroroso y temible.

Una mañana me desperté llorando y mis padres corrieron a preguntarme qué me sucedía. Al fin logré hablar. Les dije que estaba triste porque de seguro Isabel sentía miedo de encontrarse sola sin poder escaparse de su tumba. Mi padre me sonrió: Las cosas no son como las imaginas. La muerte también es el principio de la vida.

Para una niña de ocho años esa idea resultaba incomprensible pero él insistió: Isabel está tranquila y sus restos, como los de todos los que mueren, alimentan a la tierra. Eso hace posible que los árboles crezcan, que se den los frutos y las semillas, que nazcan plantas y toda clase de flores. Las abejas y los colibríes tomarán su polen y lo llevarán a jardines y huertos que renacerán en cada primavera durante muchos años.

Gracias a aquella explicación pude entender la muerte y reconciliarme con la de Isabel. Me complace pensar en que cada primavera mi amiga renace en todas las manifestaciones de la naturaleza, aun en las flores silvestres que crecen en las junturas del cemento.