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La primavera árabe y el acuerdo de Schengen
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no de los frutos más preciados de la Comunidad Europea había sido la abolición formal de las fronteras y la libre circulación. Y ahora, 20 mil inmigrantes tunecinos son el pretexto para dar marcha atrás y regresar al viejo sistema de control fronterizo.

A la primera de cambios las políticas migratorias europeas han demostrado su fragilidad ante la posible amenaza que significa la primavera árabe. Por más de medio siglo Europa disfrutó de las ventajas que suponía tener en la región vecina de África del Norte gobiernos dictatoriales, presidentes eternos, jeques y reyes vitalicios. Pero ahora que los pueblos árabes oprimidos se empiezan a movilizar, es posible que empiecen a emigrar.

Italia gozaba del contubernio con Libia y el dictador Muammar Kadafi. Además de los múltiples negocios y compromisos político-petroleros, Libia servía de parapeto para la migración africana que provenía de Níger, Chad y Sudán. Ahora la guerra civil se ha convertido en una seria amenaza para Italia, que recibe refugiados de su antigua colonia. Pero más que una amenaza para Italia es una amenaza para el debilitado presidente Silvio Berlusconi, que se refugia en actitudes xenófobas y antinmigrantes para ganar votos de la derecha, mientras en la intimidad disfruta de su joven amante marroquí. Pero no sólo van a llegar refugiados libios, también han llegado miles de inmigrantes tunecinos a la isla de Lampedusa, que queda a sólo 113 kilómetros de Túnez.

El gobierno italiano se vio obligado a aceptar a los inmigrantes tunecinos, en el entendido que no querían quedarse en Italia, sino ir a Francia, donde tenían familiares y afinidades lingüísticas y culturales. La respuesta de Francia fue inmediata y cerró la frontera en Ventimiglia para impedir el paso de los tunecinos. Los viejos fantasmas coloniales siguen presentes y la Europa poscolonial no se quiere hacer cargo de sus responsabilidades históricas. Después de siglos de dominación francesa en el Magreb, ahora cierran las puertas a sus antiguos y expoliados súbditos, y con su actitud unilateral han puesto en cuestión el principio del libre tránsito europeo.

Se trata de una situación de emergencia regional, pero llama la atención cómo reaccionan ahora los gobiernos de derecha de Italia y Francia y cómo lo hicieron Alemania y otros países del norte de Europa cuando recibieron cerca de medio millón de refugiados durante la guerra civil en Yugoslavia. El contraste no hace sino llamar la atención sobre un viejo y nuevo problema europeo, la xenofobia, ahora disfrazada del principio de seguridad nacional y lucha contra la inmigración irregular y la delincuencia.

La cruzada antinmigrante en Europa ha dado resultados positivos en términos electorales. Se trata de un argumento utilizado en varios países por los partidos populistas y de derecha. En Dinamarca el Partido Popular Danés, tercera fuerza electoral, ha propuesto la restauración de controles fronterizos entre Alemania y Suecia, aduciendo motivos de seguridad. En Francia, Nicolas Sarkozy se dio el lujo de expulsar a los romas (gitanos) europeos porque no habían regularizado su situación después de unos meses de estancia. En Holanda, que en otras épocas fuera un país liberal y abierto a la interculturalidad, ahora dan marcha atrás y se escandalizan por la inmigración de latinoamericanos, que llegan como turistas y luego pretenden regularizar su situación y aprovecharse del generoso sistema de seguridad social. Pero las cifras oficiales corroboran que los inmigrantes latinoamericanos son muy pocos.

La excepción parece ser España, con un gobierno socialista, que defiende a capa y espada las conquistas de Schengen y Maastricht, a pesar de la crisis y de ser el país europeo con mayor proporción de inmigrantes (15.2 por ciento). Una postura que poco va a durar si el Partido Popular, con Mariano Rajoy a la cabeza, llega al poder en las elecciones.

El acuerdo de Schengen, firmado hace 25 años por 22 países, avanzaba progresivamente hacia una política migratoria común. Después del esfuerzo titánico que supuso el tratado de Schengen, había que conciliar las políticas migratorias de todos los países firmantes, asunto que no ha sido nada fácil. En primer lugar, no están funcionando los controles de las fronteras externas, y en segundo término, se perciben problemas en cuanto al libre tránsito de los migrantes extracomunitarios.

Muchos países europeos tenían acuerdos y preferencias que se sustentaban en relaciones históricas, lingüísticas y culturales con otros países. España defendía su especial relación con los países latinoamericanos; Francia con los francófonos; Portugal con los lusófonos, etcétera. En Inglaterra, aunque no participa del acuerdo de Schengen, la mayoría de sus inmigrantes provienen de sus antiguas colonias India, Pakistán, Bangladesh, Irlanda, Sudáfrica y Kenia.

Cada país tiene compromisos y responsabilidades históricas, muy especialmente los coloniales. España reconoce en cierto modo estos compromisos al otorgar a sus ex colonias en Latinoamérica y Filipinas un trato preferencial en cuanto al acceso a la nacionalidad, para lo cual sólo se requiere de dos años de residencia, a diferencia de los nacionales de otros países, que requieren de ocho. Incluso les reconoce el mismo derecho a los judíos sefardíes, que fueron expulsados de España hace ocho siglos. No así a los marroquíes, con los cuales comparten territorio, vecindad, historia antigua y colonial.

El gobierno de Francia, por su parte, ante el primer embate migratorio del Magreb en la primavera árabe, que ha defenestrado a su aliado político el presidente Zine Al-Abidine Ben Ali, ha pintado su raya y le cierra la puerta a los tunecinos que hablan francés y que durante siglos fueron sus súbditos. Más aún: ha puesto en entredicho el acuerdo de Schengen.