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Aprender a Morir

Beatitud y descuido

R

especto de la Congregación para las Causas de lo Santos y su comité encargado de revisar el proceso de beatificación y eventual canonización de un difunto, así como la autorización para venerar su imagen y reliquias, no a escala mundial, sino en determinado país o diócesis, el promotor fidei de esa congregación, conocido como el abogado del diablo, desestimó tres causales por las que no procedía la beatificación del papa Juan Pablo II, ya que revelan fragilidades propias de un espíritu aún a merced de la soberbia, la materia y el temor.

Especialistas coinciden en que la primera de las causales de improcedencia fue la indignada expresión de Juan Pablo II el 13 de mayo de 1981, al ser herido de bala en el estómago por el turco Mehmet Ali Agca. En aquella ocasión el pontífice exclamó: ¡Cómo se atrevió!, anteponiendo, así fuese momentáneamente, su arrogancia a la serena aceptación del ataque, no se diga a la invocación humilde del perdón divino para él y su agresor, a quien ya repuesto haría pública su decisión de perdonarlo.

La segunda causal de improcedencia de la difundida y suntuosa beatificación de Karol Wojtyla subraya el conocimiento previo que el pontífice tuvo de las actividades extrarreligiosas y la conducta sexual y pederasta del mexicano Marcial Maciel, si bien existía la remota posibilidad de que el Santo Padre ignorase la actividad sacerdotal de Maciel, argumento que desechó el advocatus diaboli o abogado del diablo, pero no impidió que el primer Papa polaco fuese beatificado.

La causal más importante rechazada por el precipitado decreto de beatificación de Juan Pablo II para que ahora sea venerado post mortem alude a la petición de éste cuando agonizaba y que desde luego contradice su postulado de que el sufrimiento fortalece el espíritu del hombre. Tras ser sometido a varias cirugías y padecer diversas formas de encarnizamiento terapéutico, el Vicario de Cristo simplemente suplicó: Ya no me lleven a la Clínica Gemelli, es decir, deténganse porque para mí ya no tiene sentido prolongar esta agonía.

Una versión más piadosa del último ruego papal es que suplicó: Déjenme ir a la casa de mi Padre. En cualquier caso, el hombre expresó su voluntad de no sufrir más y de rechazar el dolor, por más rodeado de atenciones que estuviese, permitiendo el curso natural de sus padecimientos pero contrariando el principio que tanto pregonó.