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Revuelta en Magreb y medio oriente

Recuperar la confianza inspirará la vida cultural, asevera el narrador Hisham Matar

Prevén un renacimiento literario en la lengua árabe tras la revolución

Vivimos un enorme y fantástico momento que no creímos llegar a ver, dice la jordana Fadia Faqir

El despertar será de muchos géneros de escritura popular, no sólo la ficción o la poesía: Al-Berry

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Después del levantamiento del pueblo egipcio, que propició la caída del dictador Hosni Mubarak, las pirámides de Giza reabren sus puertas y se realiza un festival de fomento al turismoFoto Reuters
The Independent
Periódico La Jornada
Sábado 26 de febrero de 2011, p. 4

Londres. Ahmed el-Aidi es un joven novelista egipcio que en su libro de culto Being Abbas El Abd capturó el golfo que viven los jóvenes entre los sueños mediáticos y la espantosa rutina. Ahora ha tenido que cambiar sus planes literarios. Como escribió hace poco, había estado trabajando en una novela sobre una revolución futura... Imaginé multitudes, que el régimen provocaba al pueblo y que éste se rebelaba. Pura ficción. Ahora tendré que rescribirla.

El-Aidi no estará solo en este esperanzado y aun gozoso retorno al escritorio. En Egipto, y en todo el mundo árabe, los escritores despiertan al sacudimiento transformador de una revolución triunfante, aunque incompleta. Desde El Cairo, sobre todo, la ficción que retrataba los fallidos levantamientos de la moderna historia árabe –y la amarga secuela de la derrota– se habían vuelto una marca de la escritura disidente. Mucho antes de Twitter y Facebook, la literatura árabe clamaba por la liberación… y mostraba por qué ese llamado estaba destinado al fracaso.

Desde las protestas estudiantiles antibritánicas de febrero de 1946 –sofocadas con violencia– hasta los disturbios contra Anuar Sadat por la hambruna de 1977 y espasmos más recientes de ira contra la maquinaria estatal, escritores como Latifa al-Zayyat, Ibrahim Aslan y Radwa Ashour han hecho de la rebeldía cairota y su supresión un símbolo de esperanza frustrada. Con frecuencia la plaza Tahrir tenía un papel estelar.

Ahora todo eso ha cambiado… por completo. En toda la región, generaciones de escritores árabes añoraban la libertad, pero en su estoicismo no esperaban más que una estúpida censura, en el mejor de los casos, o tortura, cárcel y el exilio en el peor. Como me dijo el novelista Elias Khoury frente a los muros de la Alhambra, en Granada, hace un par de años: El problema del libro árabe es el de la sociedad árabe: la dictadura y la censura. Y la censura no es sólo contra los escritores y los libros: es contra la sociedad entera.

Otros encuentros con el mundo literario árabe en años recientes me dejaron recuerdos de firme valor y resistencia, pero también de una resignación rayana en la indiferencia ante la solidez del status quo. Recuerdo al temerario editor y escritor Samuel Shimon, nacido en Irak, al exponer sin ambages en Marruecos el problema central: que todos los gobiernos árabes odian a sus escritores. En el hotel Nile Hilton de El Cairo, durante un húmedo enero, el jovialmente intrépido editor Mohamed Hashem, de la casa Dar Merit, sorbía su vino tinto y fumaba su cigarrillo, tomando la intrusión del Estado como si fuera otro chubasco.

En Abu Dhabi, el año pasado, el escritor saudita Abdo Khal ganó el Booker árabe por un relato satírico de nuevos ricos que chocan con antiguas tradiciones. Pocos invitados parecieron inmutarse por la idea de que la novela ganadora estuviera prohibida en la patria del autor. De un modo surrealista, el ministro saudita de Cultura hasta se tomó la molestia de felicitar al novelista proscrito. Así son las cosas, suspiraba la gente. O así eran.

Ya no. En 2002 y 2003, un par de informes de desarrollo humano de la Organización de las Naciones Unidas sobre el mundo árabe formularon enérgicos llamados a la libertad de expresión y de educación para rescatar a la región de la inercia despótica. Los autores –intelectuales árabes, no entrometidos neoconservadores occidentales– demandaban que los estados canalizaron su nueva riqueza al servicio de la libertad, la justicia y la ilustración.

“La cultura árabe no tiene más opción que emprender un nuevo experimento global –insistían–. No puede encerrarse y contentarse con vivir de la historia.”

Ahora ese experimento ha comenzado, con toda la generosidad e imaginación que se encuentra a menudo en la ficción árabe pero, hasta ahora, rara vez en la política dominante en la región. En los escritores se mezclan la euforia y la aprensión. La novelista jordana Fadia Faqir, que ahora vive en Durham, me dice: “Teníamos una barrera sicológica… yo la llamo ‘el policía interior’. Ese policía fue vencido” en la plaza Tahrir. La carga mental que inhibía la libre expresión ha sido destruida por completo para todos nosotros, sea en Jordania, Yemen, Arabia Saudita o Egipto. Cree que la oleada revolucionaria ha producido un enorme y fantástico momento que no creímos llegar a ver en nuestra existencia. Es hermoso ser parte de él.

Sin embargo, Faqir se pregunta si esta libertad incrementada podría permitir a los escritores no sólo comprometerse más en política, sino también dejarla a un lado. Cuando miro a la literatura árabe, pienso en el finado Emil Habibi, comenta. El novelista palestino me dijo alguna vez que había sido condenado a escribir de política todo el tiempo. El tiempo de muchos autores árabes se ha consumido en la política, porque ha habido demasiados problemas. No podemos hacer arte por el arte mismo. ¡Tal vez ahora podamos volvernos totalmente irrelevantes!

El novelista libio Hisham Matar fue criado en el exilio en El Cairo. Más tarde su padre desapareció sin dejar huella en manos de la despiadada policía estatal del coronel Kadafi, ahora amigo inquebrantable de Gran Bretaña y uno de los últimos dictadores que mantuvo el apoyo al derrocado Hosni Mubarak. Su nueva novela, Anatomía de una desaparición, está salpicada de viñetas de la vieja ciudad de El Cairo y de sus colonias elegantes. En su opinión, tras la enorme sorpresa de los levantamientos debe venir una revolución de la mente.

“Sólo ahora nos damos cuenta de cuántas personas se han tragado la cruda y prejuiciosa idea de lo que es un árabe, una idea agresivamente propagada ya desde antes que las campanas de la ‘guerra al terror’ empezaran su horrible tañido –explica Matar. Luego, como si se hubiera quitado un velo, Túnez se levanta. Y después Egipto: movimientos pacíficos, generosos, resistentes e incluso sabios. Este ajuste del concepto árabe del ser, y esta recuperación de la confianza y el orgullo, están destinados a inspirar la vida cultural.”

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El plan econonómico del presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, el mejor de los pasados 50 años, manifiesta el gobernante, ordena aplicar severas restricciones a los subisidios estatales, medidas que han repercutido en los precios de los alimentos y los libros, entre otros aspectos. En la imagen, una estanteria de la librería Abi Publicaciones, en el centro de Teherán, capital de ese paísFoto Reuters

A medida que esta idea del ser se asiente y se desenvuelva, añade Matar, la expresividad, el sueño y la ambición deben cobrar impulso en las artes. Sin embargo, la lucha apenas ha empezado: Debemos recordar que no porque los dictadores hayan sido derrocados quiere decir que Túnez y Egipto se han convertido o se convertirán en utopías. Cuando a los artistas se les permite expresarse, se requiere un compromiso aún mayor de su parte.

Rechaza la sugerencia –escuchada con frecuencia tras la caída de la llamada cortina de hierro, cuando los escritores del bloque soviético parecían ahogarse en su nueva libertad– de que la oblicuidad impuesta a los escritores por el control oficial les haya hecho algún bien. No hay evidencia de que la censura estatal alguna vez haya beneficiado a la literatura. La literatura ha sufrido bajo las dictaduras: escritores encarcelados, editoriales y periódicos cerrados. Me resisto a la idea de que los escritores o la escritura se vuelvan mejores bajo la opresión.

En Egipto, el Estado de mano dura hizo cuanto estuvo a su alcance, desde confiscar libros importados hasta (en el otro extremo

de la represión) encarcelar, torturar e incluso asesinar a los blogueros opositores. Sin embargo, en especial durante el reinado de 25 años del colorido ex ministro de cultura Farouk Hosny, jugó un doble juego. La censura, e incluso la violencia contra periodistas y escritores, iba de la mano con elevadas declaraciones de elogio a la libertad de expresión, como descubrí cuando fui acorralado en una entrevista obligatoria con el artista Farouk Hosny, ministro de Cultura (junto con sus gorilas del servicio secreto) en la Feria del Libro en El Cairo. “Es una era de libertad… no tenga duda”, sostuvo el zorruno y encantador funcionario.

Buena parte de esta retórica era un desgastado escaparate. Sin embargo, aunque sólo fuera para aplacar a sus aliados extranjeros, la vieja guardia egipcia abrió un resquicio a la libertad. Pese a una llovizna de demandas judiciales de autoridades civiles y religiosas, un editor como Merit pudo lanzar las carreras de Alaa Al Aswany y otros espléndidos escritores que sabían decir la verdad. Cuando el novelista disidente Sonallah Ibrahim rechazó el equivalente árabe al Premio Nobel, en 2003, dejando el cheque en el podio en un gesto teatral, su denuncia pública de el puñado de explotadores que nos han robado el espíritu caló hondo en Egipto y más allá.

Luego de que El edificio Yacobián se volvió un éxito mundial, el claridoso Al Aswany se volvió más o menos intocable. Tiendas exclusivas y bien surtidas de suburbios elegantes como Heliópolis comenzaron a ofrecer una amplia gama de conferencias y festivales literarios a la burguesía cosmopolita. Tal vez la poderosa elite egipcia permitió un poco de aventura subversiva para los letrados, porque sabía que la gente común y corriente no prestaría atención. Sin embargo, ¿quién sabe hasta dónde se propagaron las semillas esparcidas en la ficción o la prensa?

Esas semillas cayeron en suelo pétreo en muchos lugares… pero no en todos. El escritor egipcio Khaled al-Berry comenzó a ganar fama no con la ficción, sino con un notable libro de memorias. La vida es más hermosa que el paraíso (en España se publicó con el título Confesiones de un loco de Alá) relata cómo un joven que andaba a la deriva cayó en las garras de extremistas jihadistas y luego se liberó de ellos. Su novela Una danza oriental explora la vida en el exilio en Londres. Ha sido incluido en la lista de probables ganadores del Premio Internacional de Ficción Árabe que se concederá en Abu Dhabi el mes próximo: el Booker árabe.

Al-Berry señala que, en ciertas direcciones, el progreso se revirtió bajo la mano muerta de Mubarak: “Mientras en la década de 1940 era aceptable en Egipto publicar un libro llamado Por qué soy ateo, 60 años después mi primer libro fue prohibido porque se llamaba La vida es más bella que el paraíso”. Además, la promoción de mediocres gacetilleros literarios que hacía el régimen alejó a muchas personas de la lectura.

“Crecí en una casa con una gran biblioteca –recuerda Al-Berry–. Cuando yo era joven mi papá nos daba dinero a mi hermana y a mí y nos mandaba a la librería en la ciudad donde vivíamos, unos 500 kilómetros al sur de El Cairo, a comprar las novelas más recientes. Ninguno de mis libros se ha vendido en esa ciudad, y lo mismo ocurre con los escritores de mi generación. Los editores no se interesan por distribuir los libros y la gente no se molesta en comprarlos.”

Expresa esperanza de que pronto todo eso cambie, de que la democracia traiga consigo un deseo de saber, y con él, de experimentar y enriquecer. Entre tanto, sostiene, todo renacimiento cultural futuro debe significar el despertar de muchos géneros de escritura popular, no sólo la ficción o poesía de largo aliento: buenos libros para niños, hoy difíciles de encontrar, o novelas policiacas e historias de amor para adolescentes. Espero ver el retorno de esos y otros géneros para que todos encuentren libros a su gusto.

Todo escritor árabe haría eco a esa esperanza. Pero todos saben bien que los gritos de victoria en la plaza Tahrir demandaban pan además de libertad. Partes del mundo árabe podrían ver ahora que las cadenas de la censura se abren para los escritores, mientras para los lectores potenciales las cadenas de la pobreza aprietan tan duro como antes.

Uno no puede olvidar, en un país como Egipto, los factores económicos, advierte Khaled al-Berry.

“Mi hermana me preguntó en cuánto se vende mi novela más reciente. Le dije que en 60 libras egipcias (unos 11 dólares). Me contestó: ‘Por esa suma mejor se compra uno zapatos’.”

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya