Opinión
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Trazos en el espejo
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Palmera roja, 1998, cuadro de Phil Kelly, que ilustra la portada del libro Trazos en el espejo, publicado por Ediciones Era y la Universidad Autónoma de Nuevo LeónFoto Bernardo Arcos Mijailidis
Q

uince escritores (narradores, poetas, ensayistas) menores de 40 años hurgan entre las huellas que han marcado su memoria, y ejercen su oficio: escribir, construir, acosar, narrar, recrear, acaso inventar para ofrecernos este mosaico que se llama Trazos en el espejo: 15 autorretratos fugaces. Rápidos esbozos narrativos de momentos clave, pasiones, dramas, pobrezas, aventuras, escenas de lo cotidiano y lo singular, estas estampas hablan de sus personajes, pero son también la trastienda de la creación literaria en el México del siglo XXI. Un vivísimo retrato de la literatura mexicana en su amplia geografía y la extraordinaria fuerza de sus individualidades. Con autorización de Ediciones Era, publicamos un adelanto de ese libro para los lectores de La Jornada

María Rivera: Variaciones para una autobiografía

Tendría que empezar así: estaba por amanecer, el cielo no se veía del todo oscuro. Me encontraba sentada en la calle, cuando una placidez enorme se apoderó de mí. Sólo quería mirar el follaje de los árboles que se mecían como si bailaran, como si su belleza pudiera colmar todo el instante y el instante fuera lo único que importara. No me importaban los ladrones, ni los policías, ni la influenza, ni el prado de bacterias sobre las que seguro me senté. Pensaba en la famosa escena de Nostalgia en la que el protagonista trata de cruzar una piscina con una vela encendida: es un lugar común pero esa podría ser una imagen elocuente de mi vida, o al menos, de mi vida desde los 21 años, cuando decidí abandonar mis estudios universitarios y me marché a París infatuada por mis lecturas, un taller literario y un enfant terrible que tenía por novio, todo porque quería ser poeta. He olvidado los motivos de esa decisión cardinal. Sólo recuerdo la obstinación y mi juventud: la credulidad con la que leía los libros y mi creencia de que tenían el poder de cambiar la vida. Fue en esa esquina donde di vuelta para nunca volver: no quise estudiar una carrera: confié en la poesía como un dios providente. No me ha quedado sino sostener esa teoría a lo largo de los años. No sin cierta amargura, hoy me doy cuenta que lo franciscano se quita con el tiempo.

Alberto Chimal: El señor Perdurabo

Escribo esto tendido boca abajo. Es una posición muy incómoda. La hace peor el hecho de que, para evitar que el dolor se agudice, tampoco estoy exactamente en decúbito ventral; además de que me apoyo en los codos, para poder usar las manos y alcanzar el teclado de la portátil, necesito inclinar un poco el torso de manera que mi costado izquierdo no toque, o toque apenas, la superficie del sofá cama.

Si el costado toca la superficie con demasiada fuerza, más dolor. Si me muevo bruscamente, más dolor. Si intento levantarme, más dolor.

El párrafo anterior es un tricolon: este tipo de bagatelas intangibles, de vanidades inútiles, son las únicas que me quedan por el momento. Y debo continuar así. Raquel, mi esposa, duerme en el cuarto, a una puerta de distancia, y no deseo despertarla. Otra vanidad inútil: soy un tipo difícil a ratos pero no a sabiendas, y trato de no ser malévolo aunque sea inútil y hasta perjudicial.

Hernán Bravo Varela: Historia de mi hígado

No debí salir aquella noche. Pese a haber dormido el sábado por más de quince horas, sentí una violenta e inexplicable fatiga cuando me levanté de la cama y entré a la regadera. Una fatiga semejante al vértigo de la montaña rusa, cuando el pavor a las alturas nos hace olvidar el primer y terrorífico descenso. Sin embargo, al salir de la casa, el viento de la noche pareció reponer mis energías.

Horas después, sentado frente a la pista de un antro en Ciudad Neza, veía bailar a mis amigos, quienes, entre una y otra canción, me hacían señas para que los acompañara. Sostenía en mi mano derecha un güisqui tibio e intacto. Cada vez que mis amigos volteaban hacia mí, daba un pequeño sorbo y les sonreía sin intención alguna. Bastaba con oler el güisqui o prender un cigarrillo para sentir náuseas.

Julián Herbert: Mamá leucemia (fragmento)

Mamá nació el 12 de diciembre de 1942 en la ciudad de San Luis Potosí. Previsiblemente, fue llamada Guadalupe. Guadalupe Chávez Moreno. Sin embargo ella asumió –en parte por darse un aura de misterio, en parte porque percibe su existencia como un evento criminal– un sinfín de alias a lo largo de los años. Se cambiaba de nombre con la desfachatez con que otra se tiñe o riza el pelo. A veces, cuando llevaba a sus hijos de visita con los amigos narcos de Nueva Italia, las fugaces tías políticas de Matamoros o Villa de la Paz, las señoritas viejas de Irapuato para las que había sido sirvienta cuando recién huyó de casa de mi abuela (hay una foto: tiene catorce años, está rapada y lleva una blusa con aplicaciones que ella misma incorporó a la tela), nos instruía:

–Aquí me llamo Lorena Menchaca y soy prima del famoso karateca.

–Aquí me dicen Vicky.

–Acá me llamo Juana, igual que tu abuelita.

(Mi abuela, comúnmente, la llamaba Condenada Maldita mientras la sujetaba de los cabellos para arrastrarla por el patio, estrellándole el rostro contra las macetas.)

Luis Felipe Fabre: Autobiografía travesti o mi vida como Dorothy

Había una vez un niño gordo. Un día ese niño se descubre en medio de una cancha de futbol. Todos los demás niños corren de un lado al otro. El niño gordo no sabe qué hacer. El entrenador de la escuela le grita: ¡A ver, tú, güero mantecoso, ve por la pelota! Y el güero mantecoso, muy amable, muy educado, muy obediente, va por la pelota y se la lleva al entrenador que le grita ya fuera de sus casillas: ¡Así no, imbécil! ¡Con el pie! Hubo después un joven solitario como un niño gordo. Ese joven está sentado en la banqueta: fuma, mira la calle desierta, deja que sus pensamientos vaguen como una bolsa de plástico al viento. El futuro no le pinta nada bien: es domingo: mañana tiene que ir a la escuela que tanto detesta. Qué ganas de llorar. Una lágrima. Otra. Y así un rato. Atardece. El alumbrado público ya se ha encendido. El joven mira las farolas y como tiene los ojos empapados puede observar ese fenómeno lumínico que sólo se le concede a quien ha llorado (o a quien sale de una alberca): el halo iridiscente en torno a una fuente de luz. Sí, el arcoiris circundando los focos de las farolas. En un rapto cinematográfico el joven, en plan Dorothy al comienzo de El Mago de Oz, se pone a cantar:

Somewhere over the rainbow

way up high,

there’s a land that I heard of

once in a lullaby.

Socorro Venegas: Todos mis secretos

No recuerdo ningún golpe. ¿Me empujaban o el puñetazo llegaba limpio, sin aviso? Tampoco recuerdo qué podía haber hecho yo para provocar la ira de esas niñas. Era yo, y todas las demás. Yo, que no hablaba con nadie porque no tenía nada que decirles. Ni siquiera intentaba jugar con ellas. Sólo me gustaban dos cosas del Jardín de Niños: el árbol, un laurel formidable en el centro del patio, y el piano. ¿En qué momento ocurrían esas peleas que me dejaban con el uniforme blanco manchado de la sangre que me salía de la nariz? Mi madre me ponía unas regañizas tremendas, finalizaba diciendo: Mete las manos, defiéndete, mete las manos. Se avecinaba el final de esos tres años de kínder. Comenzaron los ensayos para bailar un vals en la ceremonia de clausura. Mientras las niñas rodeaban a Pepe y lo jaloneaban porque todas lo querían de pareja, yo miraba sentada desde una banca y pensaba: Tengo que recordar este momento, ¿eso es el amor? ¿Quién me lo dirá?