Opinión
Ver día anteriorLunes 24 de enero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Un momento de la ciudad en Paz
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ace pocas semanas apareció una pequeña sorpresa editorial: la crónica Ciudad del fuego y del agua, escrita por Octavio Paz en 1962 por encargo de Life (para quienes no la conocieron, recordemos que fue tal vez la primera revista global de la historia, además de surtidor de estilos fotográficos que devinieron canon). El librito Pasado y presente en claro, presentado por su editor y biógrafo autorizado Enrico Mario Santi a 20 años del premio Nobel (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Fondo de Cultura Económica, 2010), rescata la pieza del olvido.

Escrita con agradable fluidez, resultará no obstante un texto menor para los entusiastas de la prosa de Paz, con razón, seguramente. Era un eslabón faltante en el narcisista y obsesivo relato colectivo de amor-odio a esta ciudad que ha determinado la obra de algunos de nuestros escritores más importantes desde los siglos aztecas. Paz aporta la instantánea de una víspera, a punto de terminar el sueño nacional del progreso, el desarrollo, la seguridad social, la promesa siempre pospuesta de la igualdad.

Apunta que la nueva arquitectura mexicana entre 1940 y 1960 de pronto dio el gran salto. En un abrir y cerrar de ojos, dice, la ciudad fue otra. Como en sus mejores épocas, México ha encontrado un estilo, una manera propia de construir. Llama al Estado el gran constructor. A casi dos décadas de Nueva grandeza mexicana, de Salvador Novo (Editorial Hermes, 1946), Paz está en las antípodas del largo y dulce sueño de la modernidad alemanista, que hacia mediados de la década de 1960 comenzara a cuartearse.

Fin de la inocencia. Se prepara el convulso escenario que registrarán Carlos Monsiváis y (a ustedes les consta) sus variados sucesores, en un hilo de ironía que va del realismo crítico al furor apocalíptico. Ciudad del agua y del fuego sucede antes. Aún comparte el entusiasmo de Novo y hasta parafrasea su humor al describir el Palacio de Bellas Artes como ejemplo de las insospechadas relaciones entre la mayonesa y la arquitectura. Por suerte, la Alameda, con sus árboles y sus fuentes, nos redime de esas enormidades.

A vuelo de pájaro habla de la historia y la gente del valle. Asumiendo plenamente su genealogía hispánica, describe con adecuada distancia (pero sincera admiración) el pasado indígena. Sin embargo, al mencionar las recurrentes inundaciones lacustres, que databan de la era prehispánica, dice con un laconismo que hoy muchos no aceptarán: la administración española heredó el problema. Bueno, los conquistadores derribaron Tenochtitlán y borraron el lago, no fue sólo un cambio de administración. En fin, así son los caminos de la historiografía. Él mismo exclamará dos páginas más adelante: ¡Desconcertantes españoles, con la misma furia destruyen y construyen!

No sólo sigue a Novo por la senda de luminosidades cantada por Balbuena y celebrada por Humboldt, sintetizada por Reyes; también él escribe por encargo y su ánimo es el de un propagandista del status quo. Aunque Paz fue siempre un hombre del sistema, con el tiempo desarrollaría influyentes visiones críticas del Estado y sus autoritarismos a partir de su Posdata (1969) a El laberinto de la soledad, de 10 años antes.

Suelta a veces frases desconcertantes: Como en España, la única aristocracia mexicana es la del pueblo. De los Habsburgo a las páginas de Hola! uno sospecharía lo contrario, y hacia 1962 reinaba de lleno el oscurantismo de Franco, como Paz bien sabía. Pero aún desde sus enérgicos parámetros europeos toma partido y nos comunica que así como el gran Mayakovsy admiró el puente de Brooklyn, él se queda, en el Nuevo Mundo, con el Templo de las Tortugas, de Uxmal. Menos mal.

Carlos Monsiváis escribió en 1992 que Nueva Grandeza responde al éxtasis social cuya primera cumbre será el sexenio del licenciado Miguel Alemán Valdés, cuando el desarrollismo es categórico: alabemos hoy la prosperidad de unos cuántos, mañana, o algún día arribará la prosperidad general. Paz conserva esa ilusión 16 años después.

Describe con sabor y gracia tianguis, parques, fiestas, antojitos. Y de manera particular a las muchachas, siguiéndole la corriente a un poema picarón de Apollinaire sobre las jovencitas de Chapultepec. Las encuentra mayoritariamente morenas, parecidas al venado, al maíz, y hablan como los pájaros: reserva y pasión, dulzura y ferocidad, indolencia y vivacidad. En ellas el agua y el fuego combaten sin cesar. Aplica aquí el juego de oposiciones simbólicas que es sello de su prosa (El arco y la lira, Poesía en movimiento).

La crónica abre una ventana para animar nuestro optimismo, tan estropeado por las noticias del día: La imaginación es nuestro gran don, el más rico y peligroso de todos. Si nos abandona, nos volvemos brutales; si se apodera de nosotros, perdemos el tino y hacemos disparates o maravillas, cosas sorprendentes. De ser como postula Octavio Paz, pues que nos devuelvan a la loca de la casa antes de que el futuro nos incendie y ahogue.