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El Cejas reaparece sin mostrar avances al volver de España: su promisoria carrera, en duda

Abuchearon con furia en la México a toreros, la ganadería Xajay y al juez

El número dos del mundo fue desarmado varias veces por un manso al que nunca entendió

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El francés Sebastián Castella se llevó dos apéndices, pero fue abucheadoFoto Notimex
 
Periódico La Jornada
Lunes 22 de noviembre de 2010, p. a46

Anoche se abrió la tierra bajo las zapatillas de Fernando Ochoa, Sebastián Castella y Arturo Macías, quienes fueron rabiosamente abucheados, al igual que el hierro de Xajay y el autómata sombrerudo que ocupó el palco de la dizque autoridad, durante la tercera función de la temporada de invierno 2010-2011, en la Plaza México.

La gente, que llenó dos terceras partes del embudo, salió con síntomas de laringitis, después de gritar y rechiflar con trepidante furia al remedo de juez que le obsequió dos orejas del todo inmerecidas a Castella. Éste, en ningún momento, hizo honor al título de número dos en el escalafón mundial de la fiesta brava.

Para desconsuelo de sus seguidores, Macías reapareció en el coso de Insurgentes sin mostrar con el capote y menos con la muleta ningún progreso, después de su heroica pero lamentable temporada en España, en la que recibió cinco cornadas graves: una en Valencia, otra en Sevilla, la tercera en Madrid, y la cuarta y la quinta en el Puerto de Santa María.

El Cejas ya no es el torero alegre y desparpajado que proyectaba emoción y audacia ante cada fiera; el sobreviviente que regresó de Europa cosido a puñaladas, se mostró sombrío, lejano, sin nuevos recursos técnicos, arrastrando una pobreza expresiva que lo obligó a jugar al temerario para conectar fugazmente con los tendidos, que bostezaban sin tomarlo en cuenta.

Ochoa suscitó franca exasperación, desde que desperdició al primero de la tarde, que fue con mucho el mejor del sexteto, y que lidió de manera medrosa, echando la pierna atrás, y pasándoselo muy lejos, antes de pincharlo tres veces y matarlo mal y de malas. Los despojos del cornudo fueron aplaudidos en el arrastre.

De la misma calidad, pero más débil y sin peligro alguno, el segundo del encierro le permitió a Castella tentar de luces, ensayar la chicuelina, pegar cuatro estatuarios con la muleta en la zurda, y templar en redondo y a media altura en varias tandas por la derecha y dos fallidas intentonas por la izquierda.

Así cuajó una faena plena de técnica pero ayuna de emoción, que malogró con un pinchazo y una entera trasera y caída, que ameritaba a lo sumo una vuelta al ruedo. Pero el juececito, espejo del vacío de autoridad prevaleciente, le dio una oreja que pocos pedían y que el resto de la audiencia forzó al ibérico a lanzar al público, para que cesaran las protestas.

Ante el tercero de Xajay, mansurrón y aún más débil, Macías hizo todo mal: citó de largo y se quedó quieto para ejecutar su habitual quite por gaoneras, pero éstas le salieron espantosas, con las manos arriba y sin temple. Con la muleta, salvo ciertos alardes tremendistas, pasó de noche. Y con la espada estuvo fatal. Cuando se retiró al callejón, la gente lo envolvió en un piadoso silencio.

En cambio, Ochoa desató la ira generalizada ante el cuarto, al que tardó siglos en enviar al rastro, pese a los gritos incesantes de ¡mátalo!, ¡retírate!, y a las reclamaciones al juez, reacio a tocarle los avisos. Todo empeoró cuando Castella se equivocó al recetarle menos castigo al quinto –el más pesado y con genio–, que nunca entendió y que, desarrollando sentido por ambos pitones, lo desarmó varias veces hasta reducirlo a una impotencia indigna de un maestro de maestros.

El colmo sobrevino cuando liquidó al bovino de estocada trasera y tendenciosa y el del biombo le otorgó otra oreja, misma que detonó una pavorosa y ensordecedora rechifla. Ante el sexto, Macías confirmó la sospecha de que España, tal vez, acabó con su promisoria carrera.