Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de noviembre de 2010 Num: 818

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Donde la vista nos alcanza
RICARDO VENEGAS entrevista con RICARDO MARÍA GARIBAY

Carpentier, espacio y arte de birlibirloque
ORLANDO ORTIZ

El emigrante
LEANDRO ARELLANO

Tres encuentros con Tolstói

Estambul: el ojo de la abuela
LUIS RAMÍREZ TREJO

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
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El emigrante

Leandro Arellano

Uno de los fenómenos más asombrosos de la naturaleza es producido por las especies que estacionalmente emigran de un sitio a otro. En un traslado automático, irreflexivo, huyen de las inclemencias del tiempo, en busca de alimento, para reproducirse. El equilibrio de la naturaleza no admite contravenciones. Al final del otoño las mariposas Monarca vuelan desde las Rocallosas y la zona de los Grandes Lagos hacia el Pacífico mexicano. La ballena gris, en peregrinación anual, navega en grupo desde Alaska hasta las costas de Baja California, eludiendo las aguas frías del invierno del norte.

Elefantes, cebras, antílopes y otras especies peregrinan a través de las planicies africanas por motivos similares. Y cada noche, al contemplar el cielo, no es inusual que advirtamos la actividad vertiginosa de los astros. Todo organismo vivo ejerce el movimiento y, por oposición, la inmovilidad es símbolo de marasmo, de atraso y, en el extremo, de muerte. El movimiento es la más elemental manifestación de vida.

Migrar, las más de las veces, no es una opción sino un mandamiento. A solas o en grupo, el ser humano ha peregrinado desde los primeros atisbos de la humanidad, impulsado por los caprichos climáticos, obligado por calamidades naturales, la sobrepoblación, la búsqueda de mejores cultivos, nuevas oportunidades de vida, a veces también por curiosidad. En los albores de la historia los grupos humanos practicaron obligadamente el nomadismo; ignoraban la agricultura, la ganadería y otros oficios que los fijaran en sitio cierto. Gracias al nomadismo se pobló el planeta. Un vistazo a los orígenes de las distintas comunidades humanas revela que los ancestros provinieron de grupos en marcha constante. En la escuela primaria nos enseñan que los pueblos americanos fueron poblados por migrantes asiáticos que desafiaron las nieves del Estrecho de Bering y descendieron poco a poco por el nuevo continente.

Argentina, Australia, Estados Unidos y otros son países constituidos –sobre todo– por migrantes allegados de todos los rumbos del planeta en épocas no lejanas. Estados Unidos especialmente, cuando ese país abría sus puertas generosas a cualquier emigrante que arribara.

El hebreo es un pueblo cuya historia está habitada de constantes peregrinaciones y de las inevitables vicisitudes que ellas conllevan. En el Antiguo Testamento son muchas las páginas dedicadas a sus continuos movimientos, entre Egipto, Babilonia y otros territorios del Medio Oriente y, al andar los siglos, por todas partes. Son contados los países en los que no se hallan colonias con descendientes de Abraham. ¿Será la constante mudanza la que despertó la vitalidad tenaz de ese ingenioso pueblo?

En la Grecia antigua las migraciones abonaron la conciencia de los habitantes desperdigados en docenas de islas y regiones. Homero no cita a los dorios, quienes aparecen más tarde invadiendo el Peloponeso, pero su herencia representa parte importante del carácter de la Grecia clásica. Siglos más tarde, cuando la fertilidad del yermo terreno griego se tornó insuficiente para alimentar a la sobrepoblada región continental, sucesivos grupos emigraron a la costa asiática del Mediterráneo.

Ya en el apogeo ateniense Solón alentaba los asentamientos de artesanos extranjeros en la ciudad, según relata Plutarco. Metecos llamaban los griegos a los extranjeros que residían entre ellos, a quienes autorizaban a residir en Atenas a cambio de un impuesto no gravoso. Meteco, explica Claude Mossé (La Gréce ancienne, París, 1986), significa “el que vive con”, “el que vive entre”, y en Atenas gozaba de beneficios y obligaciones. De todos modos –allí como en todas partes– resultaba una clase explotada, agrega.


Cartel diseñado por Alberto Vázquez

Diógenes, el más emblemático entre los filósofos cínicos, era un meteco en Atenas, como lo era también Aristóteles, conforme a las leyes en vigor. Aquél fue el primero que registra la historia humana en ufanarse de no pertenecer a ciudad alguna, ni aun a la gloriosa Atenas, que lo acogía y lo respetaba a pesar de sus extravagancias. Aseguraba ser un cosmopolita, un ciudadano del universo, no pertenecer a patria o ciudad particular.

Al mediar la década de los sesenta, el siglo pasado, los hippies revaloraron esos títulos comunitarios y anticonvencionales. Fueron ellos los herederos de aquella escuela. En “El emigrante”, Led Zeppelin se hace eco de esa manifestación de libertad desde la perspectiva de los pueblos vikingos, quienes reman al oeste de Escandinavia en pos de nuevas tierras: “Nuestro único objetivo es alcanzar la ribera de Occidente...”

El emperador Marco Aurelio participaba en esa grandeza al escribir que si su ciudad y su patria eran Roma en tanto que Antonino, en tanto que hombre, lo era el universo. Las invasiones bárbaras, a las que el pueblo germano llama La marcha de los pueblos, no significaron el embrutecimiento de la cultura romana, sino la fertilización de la herencia mediterránea. Los despreciados bárbaros se convirtieron en los creadores de la nueva Europa, escribe Claudio Magris en su monumental libro El Danubio.

Gengis Khan, cuya vida transcurrió en un constante desplazamiento en el anchísimo territorio euroasiático, representa el movimiento por excelencia. En el imperio que creó en unas pocas décadas, mayor en extensión que el romano forjado en siglos, promovió el comercio y el intercambio de toda clase de bienes y hábitos, estableciendo a la vez numerosas instituciones que aún sobreviven.

La España que conocemos hoy es impensable sin los siglos de la dominación árabe y de la herencia judía, su aportación a los sedimentos originarios de celtas y visigodos conformaron el rostro radical de ese pueblo. Los pobladores de la actual Hungría son producto de oleadas seculares de hunos, ávaros, eslavos, magiares, tártaros, cumanos, jazigos, pechenegos, turcos, alemanes...

Enclavada en el extremo oriental de Italia, durante su historia Trieste ha formado parte de ilirios, romanos, bizantinos, francos, venecianos, austríacos y, a ratos, ha sido independiente. En la actualidad cuenta con un poco más de doscientos mil habitantes que comparten varias nacionalidades, y en sus calles y cafés se escuchan otras tantas lenguas, por lo menos hasta que nuevos caprichos de la política alteren esa situación.

El siglo pasado, como resultado de las dos guerras mundiales, México acogió refugiados europeos que huían de la barbarie, y décadas más tarde a latinoamericanos que escapaban de dictaduras militares. Esas corrientes no sólo beneficiaron y elevaron el estado general del país, sino que tonificaron el aire espiritual y cultural.

La libertad se halla más allá de las bardas, de los muros y las fronteras. El universo pertenece a la humanidad entera. La vitalidad de muchos países actuales es impensable sin la amalgama de los allegados de otras partes. Magrebíes, latinoamericanos y orientales en España y Francia; turcos en Alemania; este-europeos y anglo-caribeños en Inglaterra; centroamericanos, mexicanos y caribeños en Estados Unidos, etcétera. India y China acogen en sus inmensos territorios decenas de tribus, religiones, hábitos y colores.

Las fronteras nacionales se levantaron en la época contemporánea. El siglo XVIII erigió las nacionalidades y el nacionalismo redujo abruptamente las migraciones. Cada vez más se exige a los migrantes que viajan en busca de trabajo una cuota gravosa. Pagan tributo a un sistema que ellos no crearon y que posibilita su explotación.

En África y Medio Oriente fue hasta el siglo XX cuando los poderes imperiales tendieron las líneas imaginarias que dividen a actuales nacionalidades. Tribus africanas aún se disputan territorios y generan desavenencias cuando alguna de ellas decide trasladarse. Ese mismo siglo XX produjo ejemplos horrendos de los extremos a que puede conducir el nacionalismo.

En Occidente, donde surgieron y desde donde se impulsan las ideas de libertad, democracia y la cultura de los derechos humanos, se ha producido una regresión. Occidente, impulsor asimismo de la globalización, se esforzó en derribar los obstáculos a la circulación de bienes, servicios y capitales pero no de las personas. Sí, en cambio, impone y violenta obstáculos contra los migrantes. Noticias y testimonios en todo el mundo dan cuenta de su humillada dignidad, de su angustia y su miedo. A veces de su muerte también. “Antes, ser inmigrante era una oportunidad. Ahora, una desgracia”, declaró el novelista Andrei Makine en una entrevista reciente.

A pesar de todas las vicisitudes la gente continúa emigrando. Se emigra más por necesidad que por voluntad propia, con todo y que emigrar representa una forma de exilio.

Emigrar es un acto reflejo tan antiguo como la civilización misma, es la más inmediata manifestación de la libertad. Una acción legítima del ser humano, como lo es también permanecer en un mismo lugar. Es un derecho natural, un derecho humano que los muros del nacionalismo pretenden acotar. No olvidemos que el nacionalismo es una ideología peligrosa.

Las culturas se fecundan con los injertos, se abonan con los préstamos y los cruzamientos. La diversidad enriquece a las sociedades; la imposición de la uniformidad –saldo mayor de la globalización–, las menoscaba. Nada más terrible que imponer en otros nuestras propias virtudes.

El Informe sobre el desarrollo humano 2009, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), señala que son casi mil millones de personas las que se desplazan al interior de sus países y más allá de sus fronteras. Al cambiar su lugar de residencia, el emigrante se embarca en un viaje de incertidumbre y esperanza, reconoce el grupo de especialistas que lo elaboró.

Continúa diciendo que la mayoría se traslada en busca de mejores oportunidades, en espera de combinar sus propios talentos con los recursos del país de destino en beneficio propio y de sus familiares cercanos. Nunca serán suficientemente valorados los beneficios que aportan los migrantes. Y plantea una cuestión central: decidir dónde vivir es un elemento clave de la libertad humana.

Guerras, odios, temores, rivalidades (étnicas, religiosas, económicas) y la pobreza y la marginación son los principales generadores de migrantes. Los gobiernos nacionales y locales tienen la responsabilidad, la obligación primigenia de crear las condiciones para desalentar el éxodo, para asegurar modos de supervivencia digna y segura para sus habitantes, obligación que impone incluso el sano sentido de la lógica económica.

Es verdad que la vida política y social demanda cierto orden. Sería patético considerar al planeta en que vivimos como un edén original si en el hombre hay mala levadura. Chesterton escribió que quien ama al mundo debe procurar reformarlo. La utopía implica inconformidad con las cosas como son y el afán por transformarlas en como debieran ser. Así, idealmente, una autoridad mundial debería posibilitar el movimiento de las personas, aligerando las formalidades para que cada uno se mude a donde mejor le acomode. El reconocimiento al derecho de cada persona a trasladarse sin aportar justificaciones representaría un progreso considerable; que todo migrante posea un pasaporte con validez universal significaría un paso enorme de la civilización.