Opinión
Ver día anteriorSábado 21 de agosto de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El crepúsculo de la familia
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ace unos cuantos días, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), es decir, la máxima autoridad que regula la vida de nuestras instituciones, resolvió que las parejas del mismo sexo pueden adoptar hijos como cualquier pareja heterosexual. Es una fecha, por decirlo de alguna manera, de culminación. Culmina, en primer lugar, una era de décadas de luchas y esfuerzos de centenares de organismos civiles y sociales que se empeñaron desde los años 80, a pesar de la denigración y los ataques a los que fueron sometidos, en configurar un orden jurídico que fijara un marco legal para contrarrestar la discriminación de quienes han optado por hacer de su sexualidad un ejercicio de autodeterminación.

De una manera muy particular, es un triunfo de esas voces, que hace unos cuantos años se contaban con la mano, como las de Carlos Monsiváis, Marta Lamas y un puñado de críticos que comprendieron que, en México, los órdenes más profundos de la exclusión se producen bajo los estigmas que se derivan de la reificación de la normalidad. Pero sobre todo: se trata de la afirmación de una sociedad que ha mostrado, una vez más, que el discurso sobre los valores éticos en torno a la normalidad, tan frecuentado por la jerarquía eclesiástica, choca con la perplejidad de quienes están convencidos de que lo decisivo, para garantizar principios elementales de tolerancia, no es el enunciado de los valores mismos (pues cada grupo social tiene los suyos), sino el reconocimiento de lo que valoramos. Y hoy se ha valorado la idea de que lo único que nos puede convertir en una sociedad afirmativa es el aprecio por el primado de la ley, dejando los valores a quien quiera discutir sobre ellos.

En palabras más breves: en el terreno de la sexualidad y la convivencia que de ella se deriva, no hay tal cosa como los normales y el pueblo de los anormales. Sólo existen los diferentes.

Contender, como lo hizo uno de los más altos miembros de la jerarquía eclesiástica, que los jueces de la SCJN fueron maiceados por el jefe de Gobierno del DF para propiciar esta resolución es de por sí penoso. Pero vindicar esta afirmación como un ejercicio de lucidez católica es simplemente patético. En efecto, sin ese poder alternativo que es hoy el gobierno del Distrito Federal (y no quisiera jugar aquí con las palabras: en política nada es gratuito, y menos enfrentarse a la cúpula de la Iglesia), y sin su asamblea de representantes, el nuevo orden de tolerancias que rige ya a la urbe habría sido inconcebible. Pero acusarlos de maicear a la judicatura es una doble afrenta: contra un político (lo cual es pan de cada día) y contra los jueces (han sido tildados de gallinas cluecas que corren detrás de la mano que las alimenta). ¿Cúal será la respuesta de los jueces? El silencio otorga: algo deberán responder. Y lo pueden hacer con hechos, pues ya existe una demanda del jefe de Gobierno del DF por infundios contra esa lucidez discursiva. Pero uno se pregunta: ¿cómo es posible que la jerarquía eclesiástica (y aquí habría que excluir al conjunto de la Iglesia, donde hay voces disímbolas y críticas) se permita ese nivel de derrota argumental? ¿Qué no cuenta con un personal más calificado, más culto, más preparado, menos salvaje? Sobre todo ahora que la gran tarea de la sociedad mexicana es convertir al argumento en el centro de una nueva cultura política.

El único argumento que ha ofrecido hasta la fecha esa jerarquía es que las nuevas leyes sobre la convivencia y el matrimonio ponen en peligro a esa institución que ha sido el pilar de las estructuras de poder de la modernidad y antes: la familia.

Aquí habría que distinguir entre la historia de las explicaciones (sobre el estatuto de la familia) y las explicaciones de su historia. En rigor es la modernidad tardía la que ha puesto en entredicho a la familia tradicional, y con ello a una de las bases de sustento del andamiaje político y afectivo de la Iglesia misma. Lo único que está tratando de hacer la sociedad es desembarazarse de esa estructura que para muchos ha devenido un sistema de angustia, exclusión, infelicidad y, sobre todo, discriminación. Porque esa familia de la que habla la Iglesia se ha convertido hoy, parafraseando a Bauman, en un auténtico orden líquido, asediado por las mutaciones del nuevo papel que ejercen las mujeres, la diversidad sexual, la conciencia de la necesidad de crear al menos formatos legales que contrarresten la arbitrariedad y el abuso.

Vivimos una época en la que la antigua familia se está transformando en una comunidad de convivencia, cuyos paralajes ponen en entredicho el orden que permitió a la mentalidad religiosa regir no sólo los valores sociales, sino la afectividad que entrecruza la vida cotidiana de una sociedad entera. Que la gente busque ser un poco menos infeliz y escapar, en la medida en que sea posible, de los sistemas de subyugación que impusieron esos” valores” no es culpa de la gente.