as revelaciones formuladas el pasado viernes por un portavoz del gobierno de Hungría, de que el anterior régimen de ese país mintió en las estadísticas oficiales sobre el déficit público y que la economía está en una situación muy grave
, colocaron las finanzas de Europa y del mundo en una nueva cima de incertidumbre y temor ante el riesgo de que los desajustes presupuestarios de varias naciones del viejo continente (Grecia, España, Portugal y la propia Hungría) prefiguren otra recesión internacional, y de que más países de la región hayan ocultado información crucial al respecto.
Los señalamientos del gobierno de Budapest provocaron que el euro descendiera anteayer por debajo de la barrera sicológica
de 1.20 dólares: llegó a su peor nivel en cuatro años y acumuló una caída de 16 por ciento respecto de la divisa estadunidense en lo que va de 2010, a pesar de que las advertencias provienen de un país que no forma parte de la llamada eurozona.
Este desplome es indicativo de la fragilidad de la divisa común europea: significativamente, el retroceso se produce unos días después de que se anunció un fondo de casi un billón de dólares cuyo propósito es garantizar la estabilidad financiera de la Unión Europea y la solidez de su moneda. Este escenario ha llevado a varios analistas a proyectar una tendencia hacia la paridad entre euro y dólar, y ha puesto en perspectiva el fin de lo que se venía desempeñando –desde su creación, hace una década– como el principal factor de contrapeso geoeconómico para Estados Unidos.
Desde otro punto de vista, la situación que se vive hoy en Europa pone en entredicho los supuestos beneficios de la globalización y la integración regional en aquel continente y, por extensión, en el mundo. Es esclarecedor, al respecto, que esos descalabros se estén manifestando en las economías más endebles del conglomerado de naciones (Grecia, España, Portugal y ahora Hungría), cuando han sido precisamente esos países y sus poblaciones los que han pagado con creces los costos de la integración en términos económicos y sociales.
Ahora, ante la continuidad de las turbulencias económicas y financieras provocadas por la falta de regulación en el capitalismo contemporáneo, a los gobiernos de esos estados –independientemente de su signo político– no les ha quedado más remedio que reproducir las recetas neoliberales: emprender programas de ajuste estructural
y castigar a las mayorías mediante la aplicación de medidas de austeridad draconianas. Tales procesos generan malestares profundos porque golpean el tejido económico y social, dejan a poblaciones enteras a merced de los vaivenes del mercado y minimizan las perspectivas de intervención estatal, incluso en momentos en que ésta resulta por demás necesaria.
Los descalabros observados en semanas recientes en el viejo continente tendrían que ser asumidos como una advertencia por los gobiernos de países pobres y dependientes, como México –donde las consecuencias negativas del integracionismo y la globalización han sido mucho más agudas que en Europa–, acerca de los riesgos que implica acatar sin regateos la preceptiva neoliberal y globalizadora: ésta magnifica y extiende los efectos negativos de las turbulencias económicas, propicia en forma cíclica situaciones de beneficio y acumulación de riqueza para los capitales especuladores, genera escenarios de sacrificio generalizado para las poblaciones y constituye una amenaza permanente para las soberanías nacionales.