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El último suspiro del Conquistador / XXXIII

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o podía creerlo: él la había llamado en una actitud amorosa y arrepentida, pero Jacinta se había portado fría y grosera y le había colgado el teléfono. Andrés se sintió urgido por salir de aquel impasse en su existencia. Evaristo Terré, su anfitrión parisino, se dio cuenta de la angustiosa situación de su amigo y lo instó a acomodarse como mejor pudiera en él sofá de aquella sala sucia, y a desplegar sus objetos personales en la mesita que servía de comedor.

–Distráigase, hombre, ponete a trabajar, haz como si no hubiera pasado nada, que la vida es más complicada que esto –le dijo, mientras le servía la tercera o cuarta taza de café de la tarde, que ya llegaba a su fin en aquel febrero.

Andrés encontró que el consejo era razonable, aunque no estaba seguro de poder acatarlo. Agradeció el gesto, pidió permiso para usar la computadora de Evaristo y extrajo de su maleta el disco duro externo en el que había almacenado toda su investigación de doctorado. Encendió el aparato, enchufó el dispositivo de almacenamiento a uno de los puertos y se dispuso a revisar –así fuera para apartarse de pensamientos negros– el estado de su trabajo, bruscamente interrumpido unas semanas atrás. Pero cuando abrió el directorio del disco duro portátil, vio cosas que le eran desconocidas: en vez de las carpetas de sus documentos, halló carpetas extrañas que no le decían nada: Chamula, Novios, Lenguaje, Perros, Epistemo3, Verano, Comunidades, Campo, Respaldo documentos Jacinta.

–Carajo –dijo, con desesperación–. Éste es el disco de Jacinta, no el mío.

El descubrimiento suponía un formidable golpe adicional en su vida, de por sí maltrecha: toda la información de sus estudios estaba a miles de kilómetros de ahí, en poder de una chava que acababa de colgarle el teléfono y que, por lo visto, estaba muy enojada con él. Sin casa, sin su amor, sin el fruto de varios semestres de su esfuerzo, Andrés pensó en el suicidio.

* * *

El perito forense Sánchez Lora volvió al local de don Rufina llevando consigo la credencial que había comprado en la administración de La Lagunilla. Estaba incómodo consigo mismo por participar en actos de corrupción, por dejar de cumplir con su tarea, que era el reconocimiento y levantamiento de cadáveres, y por invadir funciones que le eran ajenas. Pero la serie de acontecimientos que se había iniciado con el aplastado de República de El Salvador le causaban una enorme intriga y ésta podía más que sus escrúpulos. Al llegar al sitio del crimen, vio que los empleados públicos se tomaban su trabajo con parsimonia, pese a que el olor a muerto recomendaba hacerlo rápido. Se acercó a uno de los agentes y le preguntó:

–Oye, ¿me llevas adonde está la señora a la que interrogaron?

–Es la que está saliendo, a dos puestos a la izquierda –respondió el policía con desgano–. Seguro no se va a mover de allí, porque está muerta de susto.

–Cabrones, ¿pues qué le hicieron? –dijo Sánchez Lora sin esperar respuesta, y se dirigió al sitio indicado. Al llegar descubrió que la locataria estaba, en efecto, muy asustada.

–Ya les dije todo lo que sabía, señor –dijo la mujer en cuanto vio el gafete que Sánchez Lora llevaba colgando del cinturón–. Ya les dije todo a los otros agentes.

–Tranquila, señora –terció el perito–. Sólo quiero que me aclare una cosa.

Sánchez Lora sacó del bolsillo la credencial que había comprado momentos antes y la puso a la altura de los ojos de la mujer.

–Mire bien –le dijo–. ¿Reconoce a esta mujer?

–Sí, señor, esa es la muchacha que anduvo por aquí el día que pasaron las cosas.

Tal vez salgo mejor policía que forense, pensó para sí mismo el perito, con cierta amargura, y se dirigió de vuelta a la bodega.

No alcanzó a llegar a ella: en el pasillo del mercado se topó a una caravana de ministerios públicos y de agentes policiales, quienes habían abandonado a toda prisa el local. Detrás de ellos iban Pérez y Manrique, sus compañeros, sudando mientras cargaban la camilla donde iba el cuerpo de Don Rufina cubierto por una sábana blanca. La procesión dejaba tras de sí una estela de hedor insoportable. Los colegas de Sánchez Lora bufaron con disgusto al verlo, porque los había dejado solos con el trabajo, pero el especialista no les hizo caso. Se dirigió al comandante.

–¿Qué pasó?

–Pues que había que acabar con esto a la de ya, mi buen –respondió el policía, también agriado–. Ahora sí que se puso fea la cosa –y luego, señalando a la camilla, y en tono inequívoco de orden, agregó:

–Dejen a ese cuerpo en donde quieran, que hay que tener disponibles todas las ambulancias del forense.

Sánchez Lora vio que el comandante estaba de mala mosca y optó por dejarlo en paz. Camino al estacionamiento del mercado, en donde habían dejado las patrullas y la ambulancia, preguntó a otro de los policías del grupo:

–¿Me puedes decir qué ocurrió?

–¡Está muy cabrón! –replicó el agente–. Aparecieron como veinte cabezas frente a la puerta principal de Los Pinos.

* * *

No había forma de sentir la nada: una luz grisácea, tal vez, o una oscuridad que no era digna de ese nombre; un letargo incorporal muy tenue como para sentirlo; una presencia simultánea de recuerdos demasiado vagos como para recordarlos, ajenos e incomprensibles, y de súbito, precisos y vívidos: el cú principal de Cholula, coronado por aros que eran las aureolas de dilatado diámetro en los pechos de doña Marina o los doblones de su propia fortuna, disputada por cientos de manos; las líneas rectas de los cantos de su espada eran los bordes del cuello odioso de doña Catalina Xuárez, su primera esposa, con las cuentas de azabache de su gargantilla derramadas en el lecho, en la única vez en que su virilidad se irguió ante esa mujer. Y la frase lacerante de fray Bartolomé de Olmedo, proferida la mañana del 2 de noviembre de 1522: ...Toda esta ciudad dice públicamente que vos la habéis muerto. ¿Remordimientos? No. ¿Evocaciones? Nada. ¡Ah, pero algo! Él había vuelto de la muerte. En una ocasión...

(Continuará)