Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de abril de 2010 Num: 788

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El último cierre
FEBRONIO ZATARAIN

En los días soleados de invierno
SPIROS KATSIMIS

George Steiner: otra visita al castillo de Barba Azul
ANDREAS KURZ

René Magritte Presentación
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

El paso de la realidad a la poesía y al misterio
JACQUES MEURIS

El Surrealismo y Magritte
GUILLERMO SOLANA

El surrealismo a pleno sol
RENÉ MAGRITTE

El terremoto de Chile: qué y cómo
LAURA GARCÍA

Un pensador errante
RAÚL OLVERA MIJARES entrevista con EDUARDO SUBIRATS

Columnas:
Prosa-ismos
ORLANDO ORTIZ

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

El Surrealismo y Magritte

Guillermo Solana

Max Ernst pintó un famoso retrato colectivo de los surrealistas en 1922, cuando todavía no eran “los surrealistas”: no formaban un movimiento consciente, no se habían dado nombre, ni habían publicado manifiestos. Eran sólo amigos, poetas y artistas que habían formado la célula Dada en París y ahora se alejaban de las turbulentas filas de Tristán Tzara para empezar su propio camino. El cuadro de Ernst, Au rendez vous des amis reúne a los miembros esenciales del grupo en aquel momento. En un extremo, el primer mártir del movimiento, el malogrado René Crével; al otro, el visionario Robert Desnos y, más o menos en el centro, André Breton. Entre ellos, algunos personajes muertos, como Dostoiesvsky, que aparece con sus barbas junto a Max Ernst, o el mismísimo pintor Rafael. Esta presencia de los muertos entre los vivos sugiere ya lo que el surrealismo siempre tuvo de práctica mediúmnica, un entrar en comunicación con cierto “más allá”, escuchando, como decía Víctor Hugo, “lo que dice la boca de sombra”.

En el estudio de André Breton, prometedor poeta y líder nato, se daban cita los amigos, poetas y pintores casi cada tarde. René Crével les propuso un día jugar al trance hipnótico, jugar a hacer la cadena de los espiritistas, sentados en torno a una mesa, con las palmas en el borde, tocándose unos a otros con los meñiques y esperando en la oscuridad, en el silencio, a ver qué sucedía. Las sesiones de trance hipnótico se repetirían a menudo durante la llamada “época de los sueños”, el período más salvaje y fascinante del surrealismo. Es verdad que ciertos miembros del grupo, demasiado intelectuales o demasiado inhibidos, como Breton, Paul Éluard o el mismo Marx Ernst, no se permitieron jamás caer en el trance. La estrella de esas sesiones era Robert Desnos, un poeta recientemente incorporado al grupo; el frenético Desnos, de clarísimos ojos azules, al que Breton llamaba el “durmiente despierto”. Los congregados en torno a la mesa en esa cadena espiritista esperan en el silencio y en la oscuridad y, entonces, dice Breton, se oía de pronto un golpe: era la frente de Desnos que había dado contra la mesa. Se encendía la luz y el mismo Desnos, con los ojos cerrados, levantaba la cabeza y pronunciaba un discurso como si fuera Robespierre ante la Convención. Los amigos le interrogaban sobre su futuro, como a un oráculo, a un vidente. A veces, Desnos, sonámbulo, indicaba con un gesto que quería papel y lápiz, y se ponía a dibujar, a escribir, a cubrir de signos muchas hojas. ¿Eran auténticos aquellos trances de Denos, o medio auténticos, o completamente simulados?

Lo que los surrealistas tomaban del espiritismo no era, por supuesto, la creencia en la comunicación con los muertos, sino la idea de la creación como un dictado, como un mensaje cifrado que se recibe y que ha de transcribirse con absoluta fidelidad, sin corregirlo racionalmente, sin someterlo a ninguna preocupación estética o moral, como decía Breton.

Hacia mediados de los años veinte, mientras se está produciendo esta efervescencia automática, principalmente en Masson y Joan Miró, comienza la incorporación al grupo surrealista de una serie de pintores que inclinarán la balanza hacia el otro extremo, hacia la representación de las imágenes oníricas; lo que Dalí llamaba “la fotografía en colores y a mano de la irracionalidad concreto”. Entre estos artistas que se incorporan al grupo surrealista en la segunda mitad de la década de los veinte se encuentran Yves Tanguy, René Magritte y Salvador Dalí: son los más importantes, aparte de Víctor Brauner o de Giacometti. Estos recién llegados comparten una devoción fundamental, más entusiasta que otros pintores surrealistas, por De Chirico. Todos ellos, siguiendo al italiano, acentúan el espacio, la amplitud de perspectiva en muchos casos desolada, aunque sea una perspectiva descabellada. Y en esa perspectiva injertan formas, ya sean abstractas, como las de Yves Tanguy –que recuerdan las esculturas de Arp–, o más concretas pero absurdas, incongruentes, como las de René Magritte y Salvador Dalí.

Muchas veces se ha hablado de este género de pintura de Tanguy, de Magritte o de Dalí como un simple academicismo extravagante, como una forma de hacer pintura académica, pintura pompier, pero con temas estrafalarios. En cambio, el propósito de estos pintores no consiste en la exaltación de la realidad mediante su transcripción fiel en trompe l'oeil, sino precisamente en lo contrario, en desacreditar la realidad, o nuestro sentimiento de la realidad; en suprimir la seguridad, la certeza que tenemos de la realidad cotidiana.

Quizás el gran representante del ilusionismo perverso es, por supuesto, René Magritte, el más popular, junto con Dalí, de los surrealistas. Falso espejo, de 1928, corresponde a la época en que comenzaba precisamente su contacto personal con el grupo de los surrealistas. Porque, aunque la revelación de De Chirico le llega a Magritte hacia 1925, su contacto con Breton o con Éluard data de 1927. Está en París en esos años y, hacia 1930, regresa a Bruselas, con lo que el contacto de Magritte con el grupo surrealista, el contacto personal directo, va a ser relativamente efímero. La obra de Magritte, como es sabido, está ejecutada con un ilusionismo algo estúpido, sin atención aparente a los progresos, a las innovaciones formales de la pintura moderna, pero con una enorme sabiduría y con sensibilidad para las paradojas visuales esenciales; por ejemplo, una enorme atención a una paradoja fundamental, a un asunto clave de esta perfección visual: la relación entre figura y fondo. Muchos de los cuadros de Magritte están construidos como una inversión deliberada y de consecuencias devastadoras de lo que es la figura y lo que es el fondo. Por ejemplo, en el ojo, y concretamente en el iris, que es la parte no transparente del ojo, aparece, como si se tratara de una ventana, el cielo. Infinidad de veces. Magritte nos presentará esas formas de aves, de veleros, de figuras humanas recortadas en el lienzo, a través de los cuales se divisa un paisaje, un cielo, un mar, etcétera.

No sólo las paradojas visuales, sino también las intrincadas relaciones paradójicas entre los signos verbales y visuales serán otro de los filones que Magritte explotará más asiduamente. Inspirándose en las leçons de choses, en las cartillas escolares donde debajo de una figura se escribe la palabra que la nombra, cambia las palabras con respecto a los signos; la acacia, la luna, la nieve, el techo, la tempestad, el desierto, debajo de objetos que no tienen nada que ver. La clave de los sueños es el significativo título de un cuadro de Magritte de 1930. El hambre de realidad o, mejor dicho, de teatralidad que se plasma en la pintura de Tanguy, de Magritte y sobre todo de Dalí, en estos finales de los años veinte y principios de los treinta, se va a traducir, por la misma época, en la poética del objeto surrealista. La máxima muestra de este proceso creativo fue la Exposición Internacional del Surrealismo de París, que se llevó a cabo en 1938.