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Ver día anteriorSábado 3 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El viejo oficio de mentir
Q

uiero detenerme en una imagen que es el símil de mi oficio de escritor: un mueble. Puede que resulte un ejemplo un tanto arbitrario, pero mi abuelo materno era ebanista por afición. Del trabajo de sus manos conservo una hermosa mesa de roble, de amplia superficie y patas torneadas como airosas cariátides sin rostro que sostienen su arquitectura simple pero firme. Esta mesa es la mesa sobre la que descansan la computadora en que escribo, los libros que consulto, mis cuadernos de apuntes.

Para fabricar un mueble se parte de una idea de árbol, el árbol que se alza ante los vientos entre la abigarrada y oscura multitud del bosque. Es necesario elegir uno de ellos, apreciar su fuste, las rugosidades de su corteza, la extensión de sus raíces, la solemnidad de su estatura, la frondosidad de su ramaje, y entonces, hay que cortarlo. Y después de cortarlo, aserrarlo en piezas, ensamblar esas piezas, darles una forma; cuidar que las junturas no dejen luces –entre juntura y juntura no puede pasar la luz, saben de sobra los buenos artesanos–, y por fin tallar, lijar, barnizar.

Nada sobrevive de aquella forma de árbol, pero es el árbol. Entre el árbol y el mueble, entre la materia del árbol y la transformación de la materia en un mueble, queda de por medio la apropiación de esa materia, que es el proceso de convertir la realidad en imaginación y la imaginación en lenguaje; un proceso que requerirá de diversas herramientas, como las del carpintero que era mi abuelo: plomada, escoplo, buril. Y rigor, disciplina, sentido de las proporciones, amor de la perfección aunque la perfección se vuelva siempre inaprensible. Volver a lijar, volver a pulir. Tachar, sustituir, desechar. No dejar luces en las junturas.

También podríamos utilizar el ejemplo de una prenda de vestir, que me permite hablar de los procedimientos ocultos, esos que nunca pueden exhibirse a los ojos del lector porque conspiran contra la credibilidad del artificio, como serían las costuras de un traje. O el revés de un bordado. Voltear la tela al revés para examinar las costuras es solamente un vicio del lector que lee como escritor y quiere ver la calidad de las puntadas, o la trama de revés de la tela, donde se esconden los secretos del procedimiento. Pero esta es una deformación del oficio, que no le deseo a nadie que emprende la lectura de un libro por el gusto y el placer de leer, que es, al fin y al cabo, la razón de que existan los libros.

Entrar en la lectura de un libro es entrar en la novedad que no debe ser mancillada. La costumbre, la familiaridad, terminan matando la sensación, o la ilusión de novedad, cuando uno lee como escritor para advertir los procedimientos, las mecánicas de relojería del libro, sus costuras, la trama al revés del bordado. Es la misma familiaridad que permite descubrir, en la sala de la casa ajena que nos ha seducido la primera vez, tras repetidas visitas, las sombras de humedad en las paredes, la rotura de la alfombra, la insistencia de la presencia de determinados objetos que si nos maravillaron al principio, ahora nos resultan demasiado pobres, un desorden y un descuido que antes no estaban allí. Es la desilusión de la intimidad la que se apodera del ánimo, y en esa desilusión empiezan a habitar también ruidos, voces, olores, con su presencia incómoda.

En la introducción de Tom Jones, “Minuta para el festín”, Fielding advierte que el autor no debe verse a sí mismo como alguien que ofrece un festín privado, sino como el patrón de una fonda donde todos los clientes son bienvenidos porque pagan. Si se trata de una comida privada, los invitados nada podrán protestar contra aquello que se les sirva. Por el contrario, el cliente de la fonda tiene el derecho de exigir de antemano la carta, para saber qué puede esperar. Y sólo hay allí un plato a escoger: la condición humana; el huésped no deberá ofenderse porque tenga una escogencia única: más fácil sería para un cocinero agotar todas las especies animales y vegetales en una multitud de platos, que para el novelista agotar todas las variantes y variables de la condición humana. Lo demás, es asunto de cocina.

Nadie debe penetrar en la cocina. Pero sólo del autor dependerá que esa presencia, con sus ruidos, sus cacerolas sucias y sus desechos, deje de ser obvia a lo largo de toda la lectura. No hay nada más decepcionante para quien se sienta en la fonda de Fielding que una mirada, aun involuntaria, al interior de esa cocina cuando en el ir y venir de los camareros la puerta voladiza deja percibir el desorden de adentro, señales molestas de lo inacabado, de lo imperfecto. O de lo fallido.

De la verosimilitud de los procedimientos es que depende la eficacia de la narración. La congruencia. Nadie olvidó nunca después de los siglos que Cervantes a su vez olvidó que a Sancho le había robado el borrico en la Sierra Morena el famoso ladrón Ginés de Pasamonte, librado de la cadena de galeotes por Don Quijote, y que en el siguiente párrafo del mismo capítulo aparece Sancho montado a la mujeriega en el mismo borrico. En la segunda parte de El Quijote Cervantes quiere desquitarse de su error, y el Bachiller Sansón Carrasco le pide a Sancho que explique el olvido. Pero vuelve a errar Cervantes cuando habla Sancho y cuenta otra vez, como si fuera una novedad, quién le había robado el jumento, algo que ya sabemos.

Pecata minuta. Gotas de olvido en un mar inconmensurable de memoria. Pero los olvidos que se vuelven incongruencias perturban el deseo de participación del lector, causan malestar, despiertan impaciencia. Recuerdan el artificio, dejan entrever los afanes de la cocina. Una mosca en la sopa en la fonda de Fielding. Y la suma de olvidos, incongruencias, desajustes de tiempo y lugar, ausencias, errores –aun los sintácticos y los ortográficos–, demuestran la inconstancia y la falta de pericia en el manejo de las herramientas y en el uso de los materiales. Exhiben el no saber.

Masatepe, abril 2010