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El último suspiro del Conquistador/ XXX

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os policías interrogaron a una puestera del mercado de La Lagunilla y por ella supieron que dos personas –primero un hombre, después una mujer joven– habían estado en el local de Rufino Vázquez más o menos a las mismas horas en que éste fue asesinado.

–¿Qué te dijo la señora? –interrogó el comandante a uno de sus subordinados.

–Uyyy, comandante... me contó toda la historia... Que el homicida se llama Iván, que al difunto le decían Don Rufina, que era travesti, que tenía una relación con el que lo mató...

–¿Pleito entre maricones? –inquirió el comandante.

–Pus que el homicida ni maricón era, que nomás andaba con la víctima por la lana. Que le sacaba todo el billete que podía para pagarse mujeres y droga.

–¿Y por eso infiere la señora que es el asesino?

–No, qué va: dice que escuchó gritos y golpes, que vio salir a ese Iván con manchas de sangre, y que unas horas después llegó una chava que andaba preguntando por el local de Don Rufina, y que se metió y salió luego luego, llevándose un frasco.

–Encuéntrale o siémbrale fayuca a la señora esa –instruyó el comandante–. Vamos a presentarla en calidad de testigo, pero tú dile que de indiciada, y que se cague de susto. Y consíganme más datos de la chava.

Sánchez Lora se deprimió al escuchar aquel diálogo. Volvió al sitio donde otros detectives revolvían los papeles del difunto y se fijó en el único libro que había entre ellos: un pequeño tomo cuya portada ostentaba el dibujo rústico de una calavera y una vela encendida, y que llevaba por título Devolver el alma al cuerpo.

–¿Tú crees que eso sea importante para la investigación? –preguntó, señalando el librito, a uno de los agentes.

–Todo es importante, mi buen –respondió el aludido, tomó el libro y se lo entregó a Sánchez Lora–. Lo devuelve si lo necesitamos, ¿eh?

–Gracias –musitó el forense, sin poder evitar una sonrisa triste ante una falta de rigor policial que tendría que ser escandalosa, pero que, en su país y en su momento, era más bien rutinaria.

Sánchez Lora abandonó el local llevándose consigo tres hallazgos: la identidad del aplastado que había recogido días antes, un libro perteneciente a la víctima y el dato de que una mujer desconocida había estado en el puesto de Rufino Vázquez Morgado después de su asesinato, y que había sustraído un frasco. Acto seguido, se dirigió a la administración del mercado, para ver si conseguía otro cabo suelto.

***

Andrés se sintió culpable, además de muy tonto, por no haber explorado la vía que Evaristo Terré abría ante sus ojos. Se había dejado arrastrar por la energía atolondrada de Jacinta; había hecho, en compañía de ella, un viaje inútil y estúpido a México, sin ni siquiera plantearse el asunto que ella traía entre manos en términos científicos: tú dices que en ese frasco puede haber un alma humana; pues empecemos por averiguar su contenido. Así habría debido discurrir, pero no lo hizo, y en cambio anduvo acompañando a la muchacha en pleitos y aventuras disparatadas y sin dirección, hasta que se hartó de tanto vértigo y volvió a París, sin terminar en forma clara la relación con Jacinta pero sin dejarle margen, sólo para encontrarse con que había hecho un enorme boquete en su propia existencia: ahora no tenía casa, estaba obligado a inventar algún pretexto creíble para volver a su carrera académica, la cual, de todas maneras, había sufrido un retraso de varios meses.

Terré se había levantado y deambulaba en la cocineta, preparando una nueva ronda de café. Andrés, sentado en la pocilga que fungía como sala del departamento, se sentía naufragar. No solía usar palabrotas, pero esa vez le salieron del alma:

–¡Chingada madre! ¡Pinche Cortés y su puta alma de mierda!

–Ave María –respondió burlonamente Evaristo, sin descuidar lo que estaba haciendo–. Con insultos y todo, pero ya está hablando del alma.

–Evaristo –dijo de súbito Andrés, levantándose y caminando hacia su anfitrión–. Préstame tu teléfono. Tengo que hacer una llamada a México.

***

El almero Tomás sintió que se desmayaba cuando vio salir, de la tumba recién abierta, a una mujer joven y menuda, de raza caribe. Con una sonrisa, El Negre la ayudó a emerger del sepulcro, y ella, con una agilidad insospechada para una difunta, trepó hasta la superficie.

–Canaí nihúa ebenebui –le dijo el brujo africano, correspondiendo a su sonrisa, y luego, dirigiéndose a Tomás:

–Necesitan siete más esclavos liberar.

El maya no entendió. De manera instintiva, retrocedió ante la presencia de la resucitada, la cual no acusaba las trazas de su reciente defunción. Sonreía, movía el cuello mirando hacia todas partes y parecía plácida. Él dio por cierto que se encontraba en el sitio en el que la vida transita hacia la muerte, que es la puerta de Xibalbá, y no había sabido nunca que alguien pudiera cruzarla en sentido inverso, de la muerte hacia la vida.

Tomás había sido cercano a los ah kin, los sacerdotes de su pueblo, y estaba convencido de que sus conocimientos permitían a sus clientes una suerte de vida eterna, pero siempre, pensaba, en los confines de una vasija o, en todo caso, en uno de los frascos de vidrio que vio por primera vez cuando un puñado de conquistadores españoles se apersonó en su aldea a orillas del Usumacinta. La trascendencia final era algo que escapaba a su entendimiento, a lo que podía aludir mediante frases sagradas (el yo encarnado que debía aparecer en el nudo del baktún más tres katunes, que era el término de 463 años), pero no se lo había imaginado como una resurrección literal. Y allí, frente a sus ojos, una muerta recuperaba la vida, mientras El Negre, con toda la naturalidad del mundo, lo alborotaba: ¡Siete más esclavos liberar!

Con la temblorina aún en el cuerpo, Tomás no tuvo más remedio que obedecer las confusas consignas del africano, aunque cuidándose de que la muerta, o la viva, o lo que fuera, no se le acercara demasiado. Ésta, por su parte, no parecía mostrar interés en él; merodeaba por el cementerio mientras olía las flores, tocaba las cortezas de los árboles y miraba hacia todas partes con una sonrisa y aire de satisfacción. El maya siguió a su anfitrión hasta otra tumba, en la cual El Negre repitió los pasos: localizó una cuerda en los bordes del túmulo de tierra, tiró de ella, le pasó un cabo a Tomás para unir las fuerzas de ambos, se levantó una tapa de madera y del sepulcro emergió un negro joven que no requirió siquiera de ayuda para salir. Cuando terminaron esa tarea, el hechicero africano se dirigió a los resucitados en tono imperioso:

–¡Seis más esclavos liberar!

Los dos recién exhumados se le unieron en la tarea, y al cabo de un rato sumaban ocho que paseaban por el cementerio, evitando en su deambular otras tantas fosas abiertas y vacías. Eran una mujer y dos hombres caribes, tres negros, todos varones, una pareja de moros, hombre y mujer, y uno que no podía ser sino español. Oteaban hacia todas partes, sonreían, olfateaban, se palpaban y tocaban todos los objetos a su alcance. De pronto, de unos matorrales que marcaban la frontera del camposanto, emergió, sonriente y como si nada, el sobrino de El Negre, el mozo de cocheras que un día antes había llevado a Tomás en una carreta hasta la Ermita de San Antón. El muchacho llevaba en bandolera un tambor ashiko casi más grande que él. Se sentó en un tronco caído, se colocó el instrumento entre las piernas y se puso a tocarlo. De inmediato, los resucitados detuvieron en seco sus extraños paseos, contemplaron al recién llegado con una mirada dulce y se pusieron a bailar a la luz de la luna.

(Continuará)