Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de marzo de 2010 Num: 783

Portada

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Las ciudades de Carlos Montemayor
MARCO ANTONIO CAMPOS

Montemayor: regreso a las semillas
RICARDO YÁÑEZ Entrevista con DANIEL SADA

La autoridad moral de Carlos Montemayor
AUGUSTO ISLA

Carlos Montemayor: ciudadano de la República de las Letras
LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

Recuerdo de Carlos Montemayor
LUIS CHUMACERO

In memoriam
Carlos Montemayor
MARÍA ROSA PALAZÓN

Ser el otro: Montemayor y la literatura indígena
ADRIANA DEL MORAL

Quiero saber
CARLOS MONTEMAYOR

Parral
CARLOS MONTEMAYOR

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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E n el encuentro de intelectuales con zapatistas en el estadio de Villa Olímpica, DF, 12 de marzo de 2001 Foto: Alejandro Melendez/ archivo La Jornada


Trini, dirigente de Atenco, le entrega un reconocimiento. A su lado el luchador social del movimiento del ‘68, Leopoldo Ayala.
Foto: José Carlo González/ archivo La Jornada


En el Encuentro Internacional de Lenguas Indígenas, agosto de 2008
Foto: Francisco Olvera/ archivo La Jornada


Durante la ceremonia en la que recibió la medalla Roque Dalton, en el Centro de Derechos Humanos Agustín Pro, 28 de octubre de 2003
Foto: Jésus Villaseca/ archivo La Jornada


Con algunos de los sobrevivientes del cuartel Madera, septiembre de 2003
Foto: Cristina Rodríguez/ archivo La Jornada

Recuerdo de
Carlos Montemayor

Luis Chumacero

Conocí a Carlos Montemayor a mediados de 1973 y lo que en un principio nos acercó fue que teníamos amigos en común, como Marco Antonio Campos y Bernardo Ruiz, y que también compartíamos lo que en ese entonces llamábamos afición a la lectura, sobre todo a la literatura fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, y a la poesía de T.S. Eliot, antes de descubrir que no le eran ajenos los poetas italianos del Renacimiento ni los contemporáneos como Pavese, Ungaretti y Montale, entre otros. Su interés por la literatura, la historia y la música hacía que quien se aproximaba a él recibiera la impresión de alguien distante, ensimismado en lo que había leído o escrito recientemente. Nada más alejado de la realidad para quienes lo conocíamos. Con el paso del tiempo descubrimos a un ser generoso, con sentido del humor y, en no pocas ocasiones, que hacía gala de irreverente. Lo recuerdo mucho a partir de los años ochenta, cuando llegaba a las comidas que organizaba mi madre para los cumpleaños de mi padre, en las cenas de Nochebuena y en las fiestas en mi casa, en las de mis hermanos o en las de otros amigos. Carlos se hizo uno de los nuestros y las conversaciones nos llevaban muchas veces, cuando había que hablar con seriedad, a la historia de México, a sus revoluciones, a temas como la injusticia social y, por supuesto, al asalto al cuartel de Ciudad Madera, al levantamiento indígena en Chiapas, a la guerrilla y a la represión en contra de los movimientos sociales.

En julio de 1998 mi padre cumplió sesenta años e hicimos un viaje a Acaponeta a visitar la casa donde había nacido. Íbamos Susana y Carlos, mis hermanos Alfonso, María, Guillermo, con sus respectivos cónyuges, Vida y yo y un amigo que Carlos había conocido en mi casa, Guillermo Terroba, que estaba interesado en la historia de los movimientos armados en México, en la intervención de la Dirección Federal de Seguridad, y quería aprovechar la ocasión para plantearle a Carlos sus dudas y preguntas. El viaje no sólo incluyó la estancia en la casa que había sido de mis abuelos y en la que había crecido mi padre y que ahora pertenece a mis tíos, los recorridos por la ciudad entre las piedras, el aire caliente bajo un sol de lumbre, el río con sus gaviotas, el puente sobre el que pasa el ferrocarril, sino también una ida diaria a la playa de Novillero, a treinta kilómetros de Acaponeta. Recuerdo que Carlos se había dado como misión poner en papel una idea que nos había comentado en la mañana acerca de La tormenta, de José Vasconcelos. No sé si después la escribiría. De lo que estoy seguro es de que por lo menos la pospuso porque finalmente el mar, el sol, las cervezas y la conversación de las señoras sobre cirugía plástica, resultaron más atrayentes. Su máquina de escribir quedó reposando en su estuche sobre la arena.

Esa noche, en la sobremesa, y ya en casa de mis tíos, Carlos puso un disco con música de ópera y decidió que debíamos escucharlo. Era la pista con la música de las canciones que había grabado recientemente y que en algunos días estaría a la venta. Carlos nos cantó “O sole mio” y una parte de La Traviatta. Recuerdo que cuando terminó, se rió luego que le dije que su disco ya lo habíamos comprado en versión pirata en el mercado de Acaponeta.

El año en que nos conocimos Carlos ya había publicado Las llaves de Urgell. Le comenté que me había gustado, palabras más, palabras menos, el tono con que manejaba, creaba y recreaba las llaves, los ruidos, los días, las piedras, el oficio del padre. Trabajaba en un libro de poemas que cuatro años más tarde se llamaría Las armas del viento y fue la primera de sus obras que me dedicó. Ahí yo había leído:

Todos los hombres y niños

escuchan la risa de los muertos.

Es noche.

Quizás la eternidad se aparte.

Es noche.

A principios de los años ochenta empezó a tratar a mi padre porque ambos eran asesores en el Centro Mexicano de Escritores, al que le dedicaron muchos años, paciencia y entusiasmo, y es a partir de entonces que sus visitas a la casa de mis padres en la calle de Gelati se hacen más frecuentes. Así, nuestros encuentros, sobre todo a mediados de los ochenta, se intensificaron y las conversaciones incluían una que afortunadamente nunca terminaba, porque era un juego sobre las posibilidades de formar una biblioteca, sobre las gramáticas de los idiomas y la imposibilidad de Marco Antonio Campos, mis hermanos y yo por adentrarlo, o cuando menos acercarlo, al mundo del futbol.

De su obra narrativa siempre me refería a la que creo que es la mejor novela que publicó, Guerra en el paraíso, sobre la guerrilla de Lucio Cabañas, en que la versión oficial es que todo luchador social es un agitador, un delincuente que amenaza las instituciones que no deben cambiar y forma grupos que causan terror. Las armas del alba es una obra que narra, luego de una ardua investigación, el ataque guerrillero a la guarnición militar en Madera, Chihuahua, y la posterior represión. Cuando terminé de leer La fuga le hacía la broma de que, debido a lo que cuenta acerca de los presos que escapan del penal de las Islas Marías y que uno de ellos era de Acaponeta, la policía había detenido a uno de mis parientes para interrogarlo. Las autoridades argumentaban que se basaban en un testimonio de primera mano firmado por Carlos Montemayor.

No olvido la irrupción zapatista en 1994, la lectura de Chiapas. La rebelión indígena de México, ni lo que Carlos jamás se cansaba de repetir: los guerrilleros no son terroristas. No cejó en denunciar con inteligencia y con maestría la situación por la que atraviesan los pueblos indígenas y la represión de la que son objeto. La guerrilla recurrente nos permitió recordar los orígenes que llevaron al EZLN a enfrentarse con la autoridad establecida.

El papel de Carlos en la Comisión de Intermediación entre el gobierno federal y el Ejército Popular Revolucionario junto a Samuel Ruiz, Juan de Dios Hernández Monge, Enrique González Ruiz, Rosario Ibarra de Piedra, Miguel Ángel Granados Chapa y Gilberto López y Rivas, nos habla de su integridad, de su ya larga trayectoria como un intelectual comprometido con sus ideales para hacer que en este país haya justicia social. Recordamos a Carlos siempre con un discurso pausado, cimentado, congruente con sus ideas, sentado a la mesa con quienes, como él, son amigos de la casa, los que conocen las anécdotas familiares y están unidos por el cariño y la amistad que en el caso de Susana y Carlos se volvieron fraternos. Nos quedamos con la imagen del amigo cálido, generoso y solidario.

Fue una coincidencia y no una profecía lo que dice su personaje de “Los días y los días”: “A veces me llega un día que no necesito. Como el de mi enfermedad, por ejemplo.”

Nadie necesita un día así.

Carlos, cómo te extrañaremos tus amigos y sobre todo los que requieren una voz como la tuya. Hasta luego, maestro.