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Grey, un reportero en la loca revolución maoísta

El corresponsal de Reuters, primer rehén de la era moderna, padeció arresto domiciliario, malos tratos y el asesinato de su gato Ming Ming

 
Periódico La Jornada
Martes 29 de diciembre de 2009, p. 28

¿Quién recuerda a Anthony Grey? Yo sí, porque cuando él era nuestra caballería periodística en Pekín, yo cubría las aventuras de los representantes de la Revolución Cultural China en Londres para el Sunday Express. Un buen día, los diplomáticos maoístas emergieron de su embajada en Londres blandiendo palos y hachas. Un policía persiguió a un agregado chino desarmado, quien huyó en dirección a la estación más cercana del tren subterráneo. Lo seguimos mi colega P.C. Bloggs y yo.

Se ocultó en una caseta telefónica y marcó un número que yo copié (recuerden los enormes discos que tenían entonces los teléfonos. Desde luego, estaba llamando a la embajada china). Después lo perseguimos hasta el andén de la línea norte. Corrimos tras él a bordo del tren. Él avanzaba, cambiando de un vagón a otro mientras Bloggs y yo nos abríamos paso para no perderlo de vista. Siempre recordaré a uno de los pasajeros que dejó de leer su periódico, levantó la vista y le preguntó amablemente al diplomático chino: ¿Trae usted un hacha, amigo?

Pero en todo el mundo se supo que Grey llegó a Pekín, que aún no se llamaba Beijing, para cubrir la loca revolución maoísta como el corresponsal de la agencia Reuters, y que estaba en circunstancias muy desalentadoras, bajo arresto domiciliario, con cuatro guardias en su puerta, pero con línea abierta para llamadas telefónicas locales que usaba para jugar ajedrez con un diplomático inglés.

Antes de que los británicos arrestaran a un montón de periodistas chinos en Hong Kong, el hogar de Grey fue invadido a las 10:45 de la noche del 18 de agosto de 1967 por maoístas vociferantes, muchachos y muchachas revolucionarios e instruidos, según los diarios personales del periodista, que próximamente serán publicados.

“Me arrastraron hasta el patio, me embarraron con pintura negra y me obligaron a inclinarme. Luego me hicieron subir las escaleras de la entrada de mi hogar y mantenerme agachado mientras guardias rojos leían la lista de mis crímenes. Cada vez que trataba de enderezarme, porque la espalda me dolía, recibía un golpe en el estómago. Fue en ese momento cuando el cadáver de mi gato, Ming Ming, apareció ante mi rostro colgando de una cuerda que alguien en el tejado hacía bajar. Cuando el cuerpo del gato fue tirado al suelo, una multitud gritó: ‘¡Cuelguen a Grey! ¡Cuelguen a Grey!”’

Afortunadamente, Anthony no corrió la suerte de Ming Ming. Pero los guardias rojos llenaron de pintura negra sus sábanas, el baño, el cepillo de dientes del corresponsal de Reuters. Sellaron su oficina y lo encerraron en el sótano, el cual sería su calabozo los próximos dos años. Es un enorme mérito de Grey incluir la siguiente consideración en su diario: Al pie de la escalera estaba una de las más hermosas jóvenes chinas que jamás haya visto; una guardia roja, desde luego. Pero ella no me veía, se mantenía en posición de firmes delante de mí y yo me concentré en mirar el ligero vaivén de sus trenzas.

Las notas de Grey, redescubiertas por una de sus hijas años después de su liberación, son la memoria de quien es probablemente el primer rehén de la era moderna, si consideramos que el anterior inglés en correr esta suerte fue Ricardo Corazón de León, quien fue prisionero del rey Leopoldo V de Austria, de 1192 a 1194; un lapso de cautiverio casi igual al de Grey, pero probablemente en circunstancias más civilizadas.

Como periodista occidental se me consideraba, en efecto, un representante del enemigo, escribe hoy Anthony Grey. Quizá un ejemplo similar actual es el de los periodistas occidentales que trabajan en países predominantemente musulmanes y árabes, aunque el sentido del peligro ahora debe ser más intenso.

Esto es verdad. Sin embargo, la experiencia de Grey ante el miedo, la falsa esperanza, la profunda depresión, los pensamientos suicidas y la rabia por el fracaso del gobierno británico en asegurar su liberación, están en sus diarios, donde describe la vergonzosa visita de dos diplomáticos británicos a su hogar. También habla de su dolor al sentir que él mismo traicionaba la imagen del inglés que reacciona con entereza ante adversidades, como las que sufrieron posteriormente colegas suyos atrapados en sótanos en Beirut y Bagdad.

La liberación de Grey dependía de la excarcelación de los periodistas chinos en Hong Kong. Decenas de miles de chinos eran linchados y asesinados en todo el país, y mientras, Grey rogaba a sus guardias que le dieran sus libros para poder leer en el sótano.

Treinta años más tarde, leyó un memorando de 1969 de la Oficina del Exterior que hablaba de su situación. “En cierto sentido, el señor Grey soporta la carga de salvaguardar la seguridad de millones de personas en Hong Kong que son nuestra responsabilidad. Nos vemos ante la difícil tarea de pedirle que sacrifique su libertad por un periodo muy prolongado sin poder consultarle o explicarle la implicación de sus privaciones.

Sin embargo, esto no significa que debamos acceder a las demandas chinas para obtener su libertad.

Ciertamente, el exageradamente patriótico gobernador de Hong Kong no tenía la menor intención de preocuparse por el sufrimiento de Grey y como afirma hoy el pobre periodista: Lo último que esperaba cuando fui asignado a China por Reuters era pasarme un par de años salvaguardando la seguridad de millones de personas en Hong Kong.

Leer sus diarios es como escabullirse en el cerebro de una criatura torturada, furioso con la carta de su novia, cuando después de mucho tiempo se le permitió leer su correo personal, y maldiciendo a la administración de Reuters. Ahora bien, si tomamos en cuenta que en ésta figuraba entonces el horrendo Gerald Long, no me sorprende. Desde la seguridad de su oficina ejecutiva en Londres, y 11 años después de la liberación de Grey, Long escribió una carta al Times en que me condenaba por llevar un rifle Kalashnikov a bordo de un convoy ruso.

La verdad es que me había arrestado una brigada de paracaidistas rusos durante la invasión soviética a Afganistán y me pusieron a bordo de un convoy que pronto cayó en la emboscada de mujaidines afganos que blandían cuchillos. Yo no hubiera disparado el arma, o al menos quiero creer que no. Pero ninguna guerrilla afgana iba a combatir contra un montón de soldados soviéticos después de gritar: ¡Manos arriba cualquier miembro del Sindicato Nacional de Periodistas! Como Grey, debía resignarme a mi destino.

Afortunadamente, Grey regresó a casa, a la luz del sol y al amor, y vivió para trabajar en la BBC y escribir emocionantes novelas. Personalmente, si yo hubiera tenido que pasar por lo que él pasó, hubiera preferido llevar un hacha que una pistola.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca