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El último suspiro del Conquistador / X

E

stando sin estar, flotando en nada, él tuvo la revelación de sus dos nacimientos. El primero: fue parido en la villa de Medellín, Extremadura, un mes de julio, por doña Catalina Pizarro; se crió débil y enfermizo, a orillas del Guadiana, hasta que, a la edad de 14, fue enviado a Salamanca, de donde regresó al hogar paterno con el título de bachiller, pero sin llegar a licenciado. Unos años más tarde viajó a La Española, en donde se ganó la pobreza como escribano. En busca de fama y oro fue a conquistar Cuba al lado de Diego Velázquez, y estando en esa isla, a los 25 años cumplidos, se vio, en el curso de un sueño, cubierto de ricos paños y servido por personas extrañas que lo llamaban teutl, que quiere decir Dios, para su honra y alabanza. Ese mismo día fue dado a luz por segunda ocasión: muchas leguas al occidente de Cuba, en la lejana Tlatelolco, la princesa Papantzin, hermana de Moctezuma Xocoyotzin, regresó del mundo de los muertos para figurarlo, atroz y sanguinario, vencedor de los mexicanos. Oh, madre Catalina que me hiciste débil y astuto; oh, madre Papantzin que, para infortunio de tu pueblo, me pariste fuerte y asesino.

* * *

Si a usted no le es indispensable dirigirse a la zona centro de la ciudad, le sugerimos que permanezca fuera de esa zona, decía el reporte vial en la radio del taxi.

–Carajo –exclamó Jacinta, con fastidio, al escuchar la grabación en su celular. La compañía francesa no había podido realizar el cobro de ese mes y la había dejado sin línea. Hacía ya cuatro horas que había hablado con Andrés para decirle que la esperara en el hotel, pero el taxi en el que viajaba se quedó atorado en un enorme atasco vial en Viaducto e Insurgentes.

–Ni modo, señorita, no es mi culpa –dijo el conductor, dándose por aludido.

–No me refería a usted, ni al tráfico. Es que mi celular no funciona –aclaró ella.

–¿Tenía una cita importante? Porque no va a llegar, ¿eh?

Jacinta le pagó la tarifa que marcaba el taxímetro, se apeó y empezó a caminar, entre una masa desusada de peatones, hacia el norte, con la esperanza de llegar hasta la glorieta Insurgentes para tomar el Metro. A su lado, unos chavos de no más de 19 pasaron bailando y cantando algo que parecía rap:

Escucha Felipe / que ya te lo dije / que debes respetar / el sentir popular / te apartas de la ley / quieres hacerme güey / mira lo que provocas / estas gentes no son pocas / y van a estar un rato / defendiendo al sindicato / y van hasta el final / con el paro nacional.

* * *

Dice la leyenda que Papantzin, resurrecta, fue llevada ante su hermano, el Tlatoani, a quien refirió un delirio de difunta que José Peón y Contreras convirtió en un mentiroso romance heroico:

Y esos hombres que llegan en la barca, /a tu patria infeliz traen la guerra; / y dueños y señores absolutos, / con las armas, al fin, serán de ella: / publicarán con su victoria el nombre / del Hacedor del cielo y de la tierra, / y arrojarán los ídolos de barro / donde la luz del sol nunca penetra.

* * *

Una habitación de hotel puede ser el sitio más divertido del mundo, pero también el más tedioso. El número de Jacinta sonaba abandonado y al cuarto intento, Andrés se desesperó. Se movió rápido para evitar recuerdos cachondos que lo hicieran vacilar, empacó los pocos enseres personales que había sacado de su maleta, pensó que en algún momento tendría que recuperar las cajas que había dejado en casa de Eduviges, bajó a la recepción del hotel, liquidó la cuenta, advirtió a la empleada que no se trataba de desocupar la habitación porque la señorita va a regresar, caminó cincuenta metros y se registró en el Trafalgar, un hotelito más barato y pinche que el que acababa de dejar.

Se dejó vencer por la curiosidad y se dirigió al Zócalo a ver la concentración que estaba anunciada para ese día en solidaridad con los electricistas. A las tres de la tarde la plaza estaba semivacía, pero le impresionó el número de telefonistas que ingresaban por la calle de Madero. Vinieron todos los que hay en el país, pensó. Se quedó parado en la esquina del Hotel Regis, viendo pasar las multitudes que llegaban; por allí entraron miles y miles de electricistas con camisas rojas, varias brigadas del movimiento lópezobradorista, contingentes de la otra campaña, grupos campesinos, destacamentos de partidos políticos, montones de universitarios, varios sindicatos independientes... Andrés recordó sus primeras asistencias a manifestaciones, cuando era aún un puberto, en solidaridad con los indios alzados de Chiapas.

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Mientras estuvo en Europa cursando el doctorado, Andrés recibió cartas y mensajes de amigos suyos en los que le refirieron los crecientes descontentos sociales y políticos que crecían en el país, y mencionaron que un signo distintivo de las movilizaciones era la ausencia de jóvenes. Esa tarde, sin embargo, Andrés vio miles y miles de caras de chavos de quince, de veinte y de veinticinco. A las seis y media, cuando ya oscurecía, los contingentes seguían desfilando, más bulliciosos los últimos que los primeros, la plaza principal de la República estaba repleta y nuestro personaje tenía las piernas recorridas por calambres. Extrañó a Jacinta y cayó en la cuenta que ese día era el primero, en las varias semanas que tenían de conocerse, que habían pasado separados. Se preguntó cuánto tiempo más podría resistir sin verla.

* * *

A don Rufina la tomó por sorpresa la agresión de su pareja. Más que dolor en los afectos o en el cuerpo, sintió extrañeza cuando Iván le arrojó una bacinica de peltre repleta de llaves. El conjunto debía pesar siete u ocho kilos y el golpe en el pecho dejó a don Rufina sin aire y sin equilibrio. Tras arrojarle ese objeto, Iván ni siquiera la volteó a ver. Siguió buscando algo, algo, mientras avanzaba hacia ella, y no tardó en encontrarlo: un gato hidráulico un tanto destripado, con la pintura roja craquelada y el émbolo de fuera. Se agachó, lo recogió, lo tomó de la parte delgada y se abalanzó sobre don Rufina, quien, tendida en el suelo, no atinaba más que a mover las extremidades como un cangrejo indefenso cuando lo echan a la olla del caldo.

Don Rufina trató de protegerse el rostro interponiendo la mano al primer golpe del gato hidráulico pero sólo logró que su metacarpo, impulsado por el arma improvisada que blandía Iván, se despedazara al chocar contra su malar izquierdo. El impacto fue tan violento que le separó las vértebras cervicales y el sufrimiento fue mínimo. Perdió el conocimiento entre convulsiones, sus músculos intercostales y abdominales se paralizaron (eso la hizo emitir un ruido de lavadora de vajillas en fase de carga) y luego vino una hipotensión por vasoplejía generalizada. Iván observó atentamente cómo el organismo de don Rufina ejecutaba aquellos rituales hasta que –¡sí, sí ocurría eso!– estiró la pata y luego se quedó laxo.

Iván sonrió, emocionado al descubrir que el refrán refería un hecho verdadero, y luego decidió irse de allí. Realizó un rápido repaso por el local, fue escogiendo cosas pequeñas y ligeras que pudieran tener algún valor, hizo un atadijo con ellas, se paró un momento junto al cadáver de don Rufina, que yacía cerca de la puerta de entrada, echó una mirada rápida a los bultos que ella acababa de llevar a la bodega, sopesó una caja de cartón del tamaño de un directorio telefónico, la abrió, vio un frasco viejo en su interior y tiró la caja, con desgano, sobre el cuerpo de su víctima. El frasco salió de su envoltorio de papel periódico, rodó sobre el vientre de la difunta, aterrizó en el suelo sin romperse y se quedó como acurrucado entre los miembros exánimes de don Rufina.

–Ay, pinche Rufino –le dijo, a modo de despedida–. Si por lo menos hubieras sido vieja, chance y te habría llegado a querer.

(Continuará)