Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

El altar de los muertos

H

acia finales de octubre nuestras rutinas y horarios se quebrantaban para que todos pudiéramos colaborar en la transformación del pueblo, inclusive los presos. En parejas, a las cuatro de la mañana abandonaban la cárcel, y ante la vigilancia de los guardias barrían las calles.

Con una mezcla de horror y compasión mirábamos a los reos a través de los visillos. Mi abuela nos recordaba con voz grave los delitos cometidos por ellos. En su relato salían a relucir dagas y celos.

Al primer toque de campanas el rumor de las escobas de varas se interrumpía: señal de que los presos –muchos de ellos amigos o simples conocidos– iban de regreso a la cárcel. En ese momento por las ventanas y puertas entreabiertas les obsequiábamos pan, tortillas, jabón, una prenda de abrigo.

Los convictos recibían las dádivas con precipitación, sin levantar la cabeza, y las ocultaban bajo la camisa del uniforme burdo y gris que les confería aspecto de fantasmas. Mientras los veíamos alejarse, mi abuela nos repetía lo que no se debe hacer: ni matar ni robar, ni mentir.

A los niños la visión de los presos nos dejaba sumidos en el desconcierto y el silencio. La pausa era breve, porque alguien nos recordaba nuestro deber antes de ir a misa: colocar frente a la puerta el arco de flores bajo el que pasarían las ánimas de nuestros difuntos.

Los vecinos se abocaban a la misma tarea. A los pocos minutos, en la calle brumosa, surgía una falsa primavera hecha de flores blancas y amarillas. Su aroma, semejante al de la ruda, era como un incienso que perfumaba el aire helado.

Una segunda campanada nos atraía a la iglesia. Por el camino encontrábamos a parientes y amigos. Alegres, exhibían su satisfacción por el embellecimiento del pueblo y su dicha ante la próxima llegada de los visitantes que regresaban del más allá: desde tatarabuelos hasta recién nacidos. Entre ellos iba a llegar mi hermana. Vivió lo estrictamente indispensable para que el sacerdote pudiera bautizarla: Dolores.

II

La vi de recién nacida y después ya muerta en su cuna, envuelta en un ropón blanco. Recuerdo llantos, rezos, condolencias y la voz de mi madre: No tengas miedo, dale un beso, es tu hermanita menor. Mi padre me levantó en sus brazos y me inclinó sobre el cuerpo rígido de Dolores. Sentí miedo y lloré. Mi abuela quiso tranquilizarme: No te pongas triste. Ya es un angelito.

La velaron en la sala. Era un cuarto amplio con ventana a la calle. A los niños nos tenían prohibido entrar allí, excepto en el cumpleaños de mi abuela, las ocasiones en que recibíamos visitas o cuando se velaba a algún miembro de la familia. Varios de ellos supieron de dagas y de celos.

El ataúd blanco de mi hermana desplazó a la esfera plateada que adornaba la mesa de centro. Los otros muebles retrocedieron hasta la pared. En los rinconeros se colocaron vasos con margaritas y alcatraces. Durante toda la noche las flamas de las velas se duplicaron en el espejo.

Todo estaba listo para que don José Antonio, el fotógrafo del pueblo, se encargara de hacerle varias fotos a Dolores. En una de ellas aparece con mi abuela y mis padres, en otra rodeada por toda la familia; en la tercera ella sola, hundida en su ropón blanco bajo el que me parecía que se agitaban sus alas de ángel.

Seguidos por una comitiva de parientes y amigos, caminamos hasta el panteón. Nunca había estado allí. Me sorprendió que las veredas estuvieran tapizadas con las bolitas rojas que todo el tiempo se desprendían de los pirules. Dos camposanteros nos esperaban junto a una fosa abierta: era la tumba de mi primo Lázaro. Mis padres la eligieron para depositar los restos de mi hermana, porque Lázaro también había muerto al poco tiempo de nacido.

Sentí angustia de que los dos angelitos fueran a excluirme de sus juegos, y lloré. Alguien se inclinó sobre mi hombro para decirme: No te pongas triste. Tu hermanita volverá a visitarte cada año. Estará en la casa todo un día. Podrás jugar con ella. ¡Alégrate!

Pasado el novenario, los amigos y vecinos cesaron sus visitas. En la casa quedó ese vacío que dejan los viajeros y se vuelve más profundo cuando miramos sus ropas, sus muebles o desierto su lugar en la mesa. Ver la cuna de mi hermanita era motivo de llantos, hasta que mi madre decidió regalarla al hospicio.

Don José Antonio tardó en llevarnos las fotos que había tomado en el velorio. Las de mi hermana ocuparon las dos últimas páginas del álbum consagrado a nuestros muertos. Era costumbre de familia retratarlos en la hora de su agonía vestidos con sus mejores galas, como si fueran a asistir a una fiesta y no al cementerio.

III

Que yo recuerde, el encargado de tomar las imágenes mortuorias siempre fue don José Antonio. Era visto por nosotros con el cariño y el respeto que se le guarda al médico de la familia, sólo que en vez de expedir recetas nos entregaba el último suspiro o la expresión final de nuestros familiares. Consciente de su habilidad para despojar los retratos de todo aspecto macabro, se deleitaba contemplándolos mientras afirmaba: Se ve tranquilo y hasta parece que sonríe.

En la última semana de octubre mi abuela nos llamaba a su cuarto para mostrarnos el álbum de difuntos. Como a muchos de nuestros parientes no los habíamos conocido, ella nos ordenaba que miráramos con mucha atención sus fotos. Sólo así podríamos identificarlos cuando volvieran a visitarnos el Día de Muertos.

Para evitar errores que pudieran ser motivo de ofensa entre los difuntos, mientras veíamos las imágenes mi abuela nos señalaba los rasgos de cada una: aquí no se nota, pero tu tía Leonila era pecosa. Este es Manuel; en el retrato lo ves chaparrito, pero antes de enfermarse era un hombre muy alto. Fíjense bien: ¿notan la cicatriz en la frente de Pablo? Se la hizo una noche en que se cayó de la escalera.

De las señas particulares pasaba a describirnos el carácter, las aficiones, las habilidades y los gustos de nuestros antepasados mediante historias de familia heredadas de una generación a otra. Gracias a eso, según ella, la muerte, que es olvido, no se asentó del todo en nuestra casa.

IV

Incapaz de aceptar que mi hermana Dolores seguiría para siempre atrapada en las 96 horas que abarcó su vida, me inventé que ella sólo estaba lejos pero le sucedía lo mismo que a mí: iba a la escuela, la invitaban a fiestas infantiles, conocía a nuevos amigos.

La ilusión de que Dolores estaba de viaje se deshizo cuando meses después de su muerte el lapidario fue a entregarnos la losa en donde había escrito su nombre y una frase: Silenciosa y dormida para siempre, al amparo de Dios. Mi desolación fue inmensa. Lloré mucho. Cuando les confesé a mis padres el motivo de mi tristeza, ellos me explicaron que la muerte, en efecto, es un viaje muy largo del que –como ya me habían enseñado– los seres queridos regresan siempre por unas horas.

Entonces adopté la costumbre de escribirle cartas a Dolores, contándole mis experiencias. Durante todo el año las guardaba para entregárselas cuando, guiada por las veladoras, llegara a visitarnos bajo la doble forma de ánima y de ángel.

Para escribir las cartas desprendía hojas de mi cuaderno, las doblaba con mucho esmero y llegada la fecha del rencuentro las ponía en la ofrenda, ocultas bajo el retrato de Dolores. Así evitaba que cayeran en manos de otro difunto.

La primera vez que entregué mi extraña correspondencia, en cuanto regresamos de despedir a las ánimas niñas, corrí hacia la ofrenda con la esperanza de que mi hermana hubiera dejado una señal de que había leído mis cartas. No hallé ninguna y sólo recordé lo escrito sobre su lápida: Silenciosa y dormida para siempre, al amparo de Dios.

Durante mucho tiempo conservé el hábito de escribirle a Dolores. Sin darme cuenta, cada vez lo hice con menos regularidad, hasta que dejé de hacerlo. Muchas cartas se perdieron. Acostumbro poner las pocas que conservo en la ofrenda del Día de Muertos. Las escondo debajo del retrato donde mi hermana sigue teniendo 96 horas de vida. Mientras lo contemplo miro pasar mis años.