Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 18 de octubre de 2009 Num: 763

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Vicente Gandía:
jardín del tiempo

CHRISTIAN BARRAGÁN

Lezama Lima y el otro romanticismo
GUSTAVO OGARRIO

Paradiso
(fragmento del capítulo IX)

JOSÉ LEZAMA LIMA

El hombre al que sólo lo calman los clásicos
CARLOS LÓPEZ

Los collages de
Rosa Velasco

MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

La cara artística de la Luna
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ

“La Bamba” alemanista y la primera arpa jarocha
YENDI RAMOS

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Lezama Lima
y el otro romanticismo

Gustavo Ogarrio

Un mundo tan rico no puede ser esclavo
de un rincón tan miserable

Fray Servando Teresa de Mier

En sus magníficos y a veces crípticos ensayos agrupados bajo el título de La expresión americana, el escritor cubano José Lezama Lima orienta su interpretación sobre el hecho americano hacia las aguas termales de la imagen –el reino de la imago– y plantea una posible reconstrucción de nuestra cultura a través de un actuante logos poético y de los tipos de imaginación que han expresado las pulsiones creativas de los americanos. Para Lezama, según Irlemar Chiampi, de la secuencia histórica y poética de nuestra cultura en el siglo XIX “surge el Rebelde Romántico, encarnado ora por el pícaro fugitivo fray Servando Teresa de Mier, ora por el sulfúreo Simón Rodríguez, ora por el metamórfico Francisco de Miranda –los tres trotamundos conspiradores de la Independencia , cuyos azarosos destinos culminan en la imagen de José Martí”.

El autor de Paradiso, esa monumental novela insular, enfoca su modelo de interpretación poética hacia la segunda mitad del siglo XX, desde el ejercicio de su pasión barroca, para captar los matices y direcciones del romanticismo americano. En su ensayo “El romanticismo y el hecho americano”, Lezama nos recuerda que en el fondo cultural de las Repúblicas americanas y de sus narraciones moralizantes y melodramáticas, subyace una República fugitiva que significa un permanente desafío para las lecturas oficialistas y dominantes. Lezama hace del ensayo un género de interpretación metafórica de la historia americana y, bajo las leyes imaginarias de su fábula historicista, ensaya respuestas y periodizaciones no realistas y al mismo tiempo opuestas al idealismo racionalista de Hegel.

El carácter contradictorio del romanticismo no fue solamente propiedad del siglo XIX latinoamericano, el romanticismo europeo también se enfrentó con furia a su propia heterogeneidad. Stendhal afirmaba que “lo romántico es lo moderno y lo interesante”, Goethe pensaba que “el romanticismo es una enfermedad, es lo débil, lo enfermizo, un grito de combate de un escuela de poetas frenéticos y de reaccionarios católicos”, mientras Nietzsche afirmaba que “no es una enfermedad sino una terapia, una cura para la enfermedad”. Al pasar por la figura de Rousseau, el romanticismo europeo encuentra su vinculación irreversible con el liberalismo político naciente, mientras que con Schlegel surge como el “deseo terrible e insatisfecho de dirigirse a lo infinito”. A final de cuentas, el romanticismo admite una diversidad de formas de interpretación y representación, que tiene su límite y un criterio para su localización cuando es visto a la luz de la organización discursiva del poder, la mayoría de las veces bajo la sombra de los poetas frenéticos y los reaccionarios católicos a los que se refería Goethe.

En América Latina, es Lezama uno de los escritores que realiza una lectura del romanticismo desde otro de los ángulos de su modernidad republicana, al tiempo que acude a las imágenes de sus fugitivos para proponer una versión distinta a la de la exaltación sentimental de la patria, propia de la etapa independentista en América Latina. El poeta cubano persigue los relieves de un romanticismo radical, separatista de la Corona española a su manera, que convoca a los poderes de la picaresca y la libertad –entendidos como ejercicios críticos y trasgresores– para aportar una sensibilidad de cuño trágico al hecho americano. Fray Servando, Rodríguez y Miranda son también fugitivos de las versiones armoniosas de las “señoritas latinoamericanas” de la novela de folletín decimonónica y llevan la sensibilidad romántica a los terrenos de “la temeridad”; viven una nación que los excluye durante su proceso fundacional, pero que al nombrarla y pensarla los absorbe en su dimensión utópica.

A falta de una literatura anclada en el devenir conflictivo y creativo de América Latina, preocupada más por convertirse en el instrumento moral y sentimental del nuevo poder que en sacudir las certezas de la República e imaginarla críticamente, Lezama busca en los relatos de vida, en la personificación de imágenes colectivas, las estelas de la era imaginaria del romanticismo decimonónico.

Los tres trotamundos experimentan a fondo las contradicciones del hecho romántico y son portadores del elemento luciferino que los conduce a producir una imagen, una transfiguración con consecuencias poéticas que es integrada como signo del Eros cognoscente lezamaniano.

Simón Rodríguez es desterrado de la esfera del poder libertador sudamericano y su destino se convierte en el lado oscuro de la utopía bolivariana. Formador intelectual y moral del Libertador, Rodríguez vive su agonía desde una marginalidad asumida y desde una pregunta devastadora: ¿cómo vivir la transfiguración del “nudo gordiano” de la libertad, acaecida en un poder que paulatinamente va perdiendo sus elementos fundadores? Lezama va en busca de la imagen que pueda precisar el drama de Simón Rodríguez. Un encuentro entre el maestro y el discípulo, ocurrido en Lima en 1825, ilustra la tragedia de Rodríguez. Escribe Lezama:

Se desmonta de su caballo, y en salón de recepciones Bolívar lo abraza con temblor. Pero entre el atuendo de la grandeza sin medida, ahí está Rodríguez con su vieja miseria, con el fracaso en Chuquisaca, con su mula de recorridos inmensos desde Bogotá hasta el lago Titicaca, con su orgullo, con su fábrica de velas de sebo... Y la infamia nuestra siempre dispuesta a herir con espolón de cobre, en muchas de esas distancias, se le exige tomar partido en contra de Bolívar, para lograr facilidades de subsistir. Pero el buen viejo, tan seguro en su destino de fracasos como Bolívar en su destino titánico, en una carta que le dirige a Bolívar, le dice: “¿Qué voy a hacer yo en América sin usted?” Bolívar vive ya en el gran escenario de la transfiguración histórica de los destinos, y Rodríguez vive en el acarreo invisible, en el demonio de los mesones, en el esplendor de la pobreza, y aunque Bolívar lo recuerda y lo quiere, la divergencia se hace más peligrosa para Rodríguez, que se ve obligado, ya maduro, a fabricar el itinerario de sus días con dificultades acrecidas por lo desigual de la intención.

En Simón Rodríguez, Lezama encuentra la furia liberal y marginal del romanticismo, “el ejemplar de individualismo más sulfúreo y demoniaco”.

Francisco de Miranda, “el primer gran americano que se hace en Europa un marco apropiado a su desenvolvimiento”, recibe directamente el gran torrente europeo de la imaginación liberal romántica, al convertirse en el “hombre de más prestigio en el ejército francés”, después de la caída de Robespierre.

La trayectoria de Miranda pasa por el delirio militar, el halago y el reconocimiento, al tiempo que consolida un gran abanico de relaciones con las poderosas elites europeas y estadunidense. Fue Coronel del Ejército Ruso, amigo de Washington y referente solar de Napoleón. Sin embargo, la opulencia de su destino termina en el destierro del poder. Miranda baja al subsuelo del romanticismo americano en sus aciagos “días venezolanos” y el Libertador se encarga también de configurar su tragedia, mientras el calabozo se erige como emblema final de su errante figura.

El mapa que fray Servando traza con su experiencia fugitiva es el de la “infelicidad” permanente, un destino marcado por la persecución y la defensa de una narración de la nación que atentaba contra las versiones dominantes, ya sea colonial o republicana. Desde la soledad de su errante figura, siempre en transición, fray Servando va sumergiéndose en la conformación, interminablemente violenta y compartida, de una República que busca su definición cultural entre los restos de la Colonia y el vigor de la modernización independentista y que en sus momentos más intensos lo definen a él: “...al infeliz que, como yo, trae las bellas letras de su casa, y por consiguiente se luce, pegan como un real de enemigos hasta que lo encierran o destierran”.

En el amanecer de esta modernidad republicana, fray Servando, interpreta Lezama, “hace de la persecución un modo de integrarse... es el primero que se decide a ser perseguido... intuye la opulencia de un nuevo destino, la imagen, la isla que surge de los portulanos de lo desconocido, creando un hecho, el surgimiento de las libertades de su propio paisaje”.

El dilema de fray Servando se intensifica conforme avanza el proceso de invención de la República; al solidificarse la arquitectura moral y sentimental de la nación, el cura es arrinconado por el régimen político y discursivo dominante: “Se dice que soy hereje, se asegura que soy masón y se anuncia que soy centralista. Todo es, compatriotas carísimos, una cadena de atroces imposturas.”

Sin embargo, fray Servando se niega a salir de la temperatura fundadora de la modernidad republicana y encamina su destino rumbo a la conformación de una cartografía inaugural, una ruta que hace de la persecución y el detalle picaresco una manera de integrarse al mapa político, trágico y sensible de la República liberal y romántica.

El mapa de este romanticismo de perseguidos, Lezama lo transforma en la clave metafórica en la que se expresa otra historia de la naciones latinoamericanas. Repúblicas que inscriben sus figuras errantes y trágicas en el largo plazo de las eras imaginarias, en el paisaje de una “complejísima transmutación de culturas”, como le gustaba decir al mismo Lezama. Una transmutación en tierras americanas que busca su sentido histórico en el lento transcurrir de los milenios y en una irradiación de luz propia que le permita ser incansablemente descifrada.