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Cinco años sin (con) Derrida
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Jacques Derrida (1930- 2004)
H

ace cinco años, el 8 de octubre de 2004, ocurrió la (no) muerte de Jacques Derrida. Poco antes de morir escribió una breve carta para ser leída por su hijo Pierre durante su sepelio: Jacques no quiso ni ritual ni oración. Sabe por experiencia qué prueba supone para el amigo que se hace cargo. Me pide que os agradezca el haber venido, que os bendiga, os ruega que no estéis tristes, que no penséis más que en los numerosos momentos dichosos que le habéis dado la posibilidad de compartir con él. Sonreídme, dice, como yo os habré sonreído hasta el final. Preferid la vida y afirmar sin descanso la sobrevida... Os amo y os sonrío desde donde quiera que esté.

En este texto, que tanto se asemeja al testamento del Marqués de Sade sobre el cual él había reflexionado, queda claro que la muerte es la única herencia que el ser humano recibe y lega. En sus últimas palabras late con intensidad la idea del espectro que es esencial en la obra derridiana.

Cuando este agnóstico paradójico nos pide que, tras apostar por la vida, creamos en la sobrevivencia, no se refiere a una sobrevivencia posmortem en sentido religioso, sino a una vida más allá de la vida. Lo que nos pide es que sobrevivamos a la ausencia de la escritura que somos tanto él como cualquiera de nosotros.

En la biografía temprana de Jacques Derrida encontramos algunos acontecimientos que nos parecen claves para entender su trayectoria vital.

Derrida nació en Argelia, cuando aún era colonia francesa, en el seno de una familia sefaradí. En su infancia no se integró por completo a la comunidad judía y tampoco sintió que la lengua y la cultura francesas fueran enteramente suyas. Cuando contaba con 10 años murió el menor de sus hermanos. Entre los 11 y los 12 años, durante el gobierno de Vichy, sufrió represalias escolares por ser judío. A los 19 años viajó por primera vez a París y tuvo dificultades para adaptarse a la vida de la metrópoli. Entre los 20 y los 21 años de edad sufrió una depresión severa. A los 22 años inició sus estudios formales de filosofía. Entre los 27 y 28 años hizo el servicio militar como maestro durante la guerra de independencia de Argelia, que él apoyaba.

Su salida de Argelia le provocó una infinita nostalgerie, neologismo que fusiona, como en un sueño, las palabras nostalgia y Argelia. Derrida siempre pensó y escribió desde la marginalidad, desde la frontera, desde una extranjería definitiva, que nos toca entrañablemente porque todos hemos sido víctimas de exclusiones.

Derrida, como Rimbaud, escribió silencios, noches; anotaba lo inexpresable, fijaba vértigos. En una ocasión, Derrida dijo: no pienso más que en la muerte, pienso siempre en ella... Y, en efecto, toda su obra se ha hecho en intimidad con la muerte.

Es un pensador crítico, polémico y controvertido que ha recibido la admiración de muchos (como Lévinas o Rorty) y el ataque de otros (como Habermas, Searle, Chomsky y Steiner).

Algunos puntos de vista del filósofo de la deconstrucción han enriquecido el pensamiento sicoanalítico, pero Derrida también expresó críticas al sicoanálisis que nos obligan a los sicoanalistas a una reflexión profunda.

La obra de Derrida también ha impactado en la política, la sociología y la antropología. Ha dicho que olvidar es velar y que la historia no borra nunca aquello que oculta.

Son célebres las opiniones de Derrida sobre el tema del otro y el respeto a la diferencia, así como su lucha contra la violencia del logocentrismo y los estados canallas. Su idea de indecibilidad me hace recordar a Cide Hamete Benengeli, aquel personaje ficticio creado por Cervantes que en El Quijote pedía que se le alabara no por lo que había dicho sino por lo que había dejado de decir.

Derrida fue un molino que dio harina espiritual a todos los hombres de su tiempo. Vincent van Gogh, en una carta a su hermano Theo, escribió: El molino ya no está, pero el viento sigue todavía.