Opinión
Ver día anteriorSábado 5 de septiembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El criollo imaginario
L

a historia convencional afirma que el movimiento de Independencia que se inició en 1810 fue inspirado por un grupo pequeño y aguerrido de criollos que propició una vasta rebelión compuesta en su mayoría por indígenas y castas. La fuerza que adquirió la revuelta fue tan notable que, en poco más de un mes, después de la batalla del Monte de las Cruces, Hidalgo fue puesto ante la disyuntiva de ocupar o no la ciudad de México. Prefirió retirarse y movilizar hacia el occidente del país el ejército popular que había confeccionado. Ya para entonces el apoyo de los criollos a la sublevación había disminuido. No es improbable que hayan visto en la movilización popular no sólo una amenaza al orden virreinal, sino a los privilegios que ese orden había concedido (privilegios que acaso las reformas borbónicas habían reducido). En marzo de 1811 Hidalgo fue capturado (en julio sería fusilado) y su ejército diezmado, aunque no liquidado. Quien continúa la guerra civil es Morelos, nadie menos identificado con el mundo de los criollos. Un mundo que lo ha abandonado y que lo ve como el representante de un movimiento que les es radicalmente ajeno. Una vez muerto Morelos, la insurgencia continúa en calidad de guerrillas que nunca logran reunir un frente unificado, aunque merman continuamente al ejército realista (compuesto en buena parte no sólo por soldados españoles, sino por criollos). Quien sale a su encuentro es uno de estos solados criollos, Iturbide, quien se propone pactar movido por una visión cuyo contenido se olvida frecuentemente: el Plan de Iguala. Se dice que el plan quería atraer a las posiciones más conservadoras para poner fin al conflicto, pero se trata de una visión de la guerra y del destino del país que tiene ese anclaje precisamente en la cultura criolla de la época.

El texto está precedido de una extensa vindicación de la empresa de los españoles en el Nuevo Mundo, España es vista como el legado de la tradición católica y la herencia de una nación magnánima. Contiene 23 artículos y tres garantías: 1) la nación independiente adquiriría la forma de una monarquía constitucional y la corona sería ofrecida a Fernando VII o algún otro príncipe europeo (cuatro décadas después esta oferta se reditaría en el caso de Maximiliano); 2) la Iglesia católica recibiría el monopolio espiritual de la nueva nación y el clero retendría sus privilegios; y criollos y peninsulares serían tratados por igual. En rigor, en la visión de Iturbide el ideal central no es un México necesariamente independiente, sino una sociedad que concede a los criollos los mismos privilegios que tenían los españoles.

Se ha escrito ya suficiente sobre el fracaso de este plan. Y en rigor, la independencia de México aparece más bien como la incapacidad de España para responder a las demandas del mundo criollo que ahora encabeza el movimiento por la autonomía, que a su inclinación por forjar un Estado-nación. Y aquí cabría hacerse la pregunta: ¿en dónde situar el nacionalismo criollo del que ha hablado tan afanadamente una corriente historiográfica tan relevante como la que hoy podría ser denominada como una suerte de criollismo histórico (D. Brading, F. Guerra, etc.)? No hay duda que son los criollos quienes fraguan el pacto de 1821, una vez que los radicales han sido removidos de ese centro político. ¿Pero realmente contiene ese pacto el espíritu de la constitución de un Estado-nación independiente tal como se le imagina en la segunda década del siglo XIX? ¿No se trata más bien de una invención historiográfica que cobró el estatuto de un axioma en la historiografía de la segunda mitad del siglo XX? La respuesta no es sencilla.

Si se le sigue en las siguientes décadas, el devenir del nacionalismo criollo es más bien problemático, frágil y, finalmente, está rodeado de renuncias y arrepentimientos.

En las décadas que separan a 1828 (la intervención española) de 1847-48 (la intervención estadunidense), esa variante del nacionalismo cobra cierto cuerpo, produce instituciones ambiguas y se debate entre el viejo conservadurismo y despuntes de un orden nuevo. Pero todo ese paralaje parece derrumbarse a partir de 1852, año en que estalla la revolución de Ayutla, que marca la fisonomía y el destino de la generación de los liberales que rodean a Juárez.

La generación de liberales que definen a los años 50 del siglo XIX tiene poco que ver con el mundo criollo. La mayoría de ellos provienen de pasados indígenas o mestizos y se educan y forman en la radicalización contra el partido conservador. Entre esos liberales hay criollos muy destacados, pero ninguno de ellos define las identidades de ese movimiento.

Lo que acaso cifra una debacle del nacionalismo criollo (dando paso a otras formas de nacionalismo) es la invitación a Maximiliano a erigir el Segundo Imperio en tierras mexicanas (un programa que ya se encuentra previsto en el Plan de Iguala).

La historia de la formación de los estados-nación en el siglo XIX reúne procesos que se prolongan frecuentemente hasta el mismo siglo XX. La historia de México al respecto no es ninguna excepción. Una rescritura de los orígenes de la formación del imaginario nacional en México debería tomar en cuenta las múltiples versiones y corrientes de nacionalismos que lo propiciaron, entre los cuales el nacionalismo criollo ocupa un lugar visible, aunque tal vez no necesariamente el central.