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Sed de autodestrucción

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ace más de dos siglos, o más, que los humanos volamos. Desde que el globo caliente de los hermanos Montgolfier se elevó por el cielo de París, el 21 de noviembre de 1783, hasta nuestros días, el sueño de Ícaro ha recorrido su ciclo completo y hemos pasado de la fascinación de convivir con las nubes a la caída en la pesadilla de los aeropuertos atestados, los bombardeos desde el aire y los avionazos en los que revientan o se rostizan –qué tranquilizador– sólo uno de cada 10 millones de pasajeros aéreos. Ahora nos parece natural transportar por aire cosas tan pesadas como un piano, una planta potabilizadora de agua o un tanque de guerra. Cenamos en Munich y desayunamos en Río de Janeiro como si transitáramos de un barrio a otro de la misma ciudad y nos resignamos a que las ruidosas avionetas publicitarias y los helicópteros de la televisión, de la policía y de los ejecutivos mamones, sobrevuelen nuestras azoteas sin pedir permiso.

Nos tomó más de 100 años transitar de los aparatos flotantes más ligeros que el aire –los globos y dirigibles, que imitaban el vuelo de las nubes– a los ingenios que no confían en su liviandad sino en su aerodinámica y su fuerza para propulsarse, como los pájaros, y cuyo peso, en teoría, no tiene límites. De entonces (finales del siglo antepasado) a la fecha, hemos trasladado a los cielos nuestras guerras terrestres, nuestras tareas de oficina, nuestros pleitos domésticos, nuestros sistemas de diversión, nuestras comidas y nuestro aburrimiento. Pero el vuelo sigue siendo un sueño: deseamos volar cuando nos vemos atrapados en medio de un nudo de tránsito y necesitamos llegar pronto a nuestro destino; cuando vemos la foto misteriosa del bosque de Makandé y se nos antoja planear sobre la alfombra verde que forman las copas tupidas de sus árboles; cuando recordamos el cuerpo amado y hervimos en la urgencia de tocarlo; cuando proferimos una manifiesta idiotez en un salón lleno de personas que nos escuchan; cuando nos retuerce el rencor y sentimos la imperiosa necesidad de clavar un lápiz puntiagudo en el globo ocular de un enemigo que nos queda lejos. No pensamos, en ninguna de esas circunstancias, en pases de abordar, en planes para pagar a plazos el viaje ni en la pertinencia de hacer maletas. Simplemente, queremos volar: rápido y lejos.

Los primates estamos, en principio, condenados a una vida bidimensional en la que sólo hay la posibilidad de ir hacia adelante o hacia atrás y a izquierda o derecha. La anatomía y la gravedad nos han vetado la dimensión arriba-abajo (como no sea para trepar y bajar por árboles, cerros y escaleras, o bien para tirarnos de cabeza al vacío, con o sin paracaídas) y nos pudre la envidia ante la mosca, el águila, el murciélago, el mítico dragón o el extinto Quetzalcoatlus, cuyas alas extendidas equivalían al largo de tres automóviles medianos y que ha sido, hasta donde se sabe, el animal volador más grande que haya existido nunca. No tenemos los huesos ligeros y huecos de los pájaros, ni los sacos aéreos con que éstos complementan el funcionamiento de sus pulmones, ni la ligereza de los insectos alados, ni la membrana que se extiende entre los dedos de los murciélagos, ni la magia de los dragones. Podremos hacer miles de horas de ejercicio y nunca lograremos dotar a nuestros músculos de la fuerza y la velocidad que se requerirían para surcar los aires mediante el movimiento de unas alas artificiales. Podemos comernos una tonelada de frijoles de la olla y nunca estaremos tan llenos de gas como para elevarnos a la manera de los globos aerostáticos. Podremos engendrar muchos Bacons y Leonardos que imaginen y dibujen máquinas aéreas movidas sólo por la voluntad de nuestros cuerpos, pero ninguno de esos artilugios alzará jamás el vuelo.

Entre Ícaro y los hermanos Orville y Wilbur Wright, muchos humanos intentaron y consiguieron, a veces, volar en aparatos construidos para tal efecto. El más célebre es el infortunado alemán Otto Lilienthal, quien se rompió el espinazo el 9 de octubre de 1896 y murió al día siguiente en un hospital de Berlín. Pero tres décadas antes, el carpintero polaco Jan Wnek ya realizaba vuelos de exhibición en planeadores construidos por él mismo y lanzados desde el campanario de la iglesia de Odporyszów. Incluso antes, en diciembre de 1856, el francés Jean-Marie Le Bris, a bordo de un planeador que despegó tirado por un caballo, alcanzó una altura de 100 metros y recorrió una distancia de 200 sobre la playa de Anne-la-Palud. Pero en el año de 852, en Córdoba, Abbás Ibn Firnás, llamado también Armen Firman, se lanzó al vacío desde lo alto de una torre, colgado de una manta para amortiguar el descenso, y salió del episodio con algunas heridas leves. 23 años más tarde, cuando tenía ya 65, mandó construir unas alas de madera recubiertas de seda, se las puso y se arrojó, desde la punta de otra torre, hacia un valle. Planeó unos 10 segundos y en el aterrizaje se fracturó las piernas, pero sobrevivió. Una suerte similar corrió, siglos más tarde, el benedictino inglés Eilmer de Malmesbury, quien fabricó un planeador rudimentario y lo puso a prueba en un salto desde el campanario de la abadía de Malmesbury; se mantuvo en el aire por algunos segundos, recorrió menos de 100 metros y se rompió las patas al contacto con el suelo. Posteriormente intentó construir un nuevo aparato provisto de timón de dirección, pero el abad del sitio le dijo que dejara de cometer estupideces, y que ya bastaba, y ya no lo hizo, y pasó a la historia con el mote de el monje volador. En 1890, el ingeniero francés Clément Ader viajó 50 metros a bordo de una aeronave de su invención, el Éole, propulsado por una máquina de vapor y dotado de una hélice emplumada y de tren de aterrizaje en regla. Fue olvidado, pero le cabe la gloria de haber puesto el nombre avión a los aparatos aéreos que sucedieron al suyo. El brasileño Santos Dumont, quien tal vez se anticipó –igual que otros– a Orville y Wilbur pero olvidó documentarlo; execró el desarrollo de aviones de pasajeros cada vez más enormes y la creación de fuerzas aéreas. Él soñaba con una industria aeronáutica que fuese capaz de fabricar pequeñas aeronaves individuales que remplazaron a los automóviles. Ah, y se dice que el chino Wan Hu, un militar de la dinastía Ming (1368-1644), se partió toda la madre cuando intentó propulsarse hacia el cielo sentado en una silla con alas a la que había amarrado 47 cohetes de pólvora. Dice la leyenda que otros tantos asistentes encendieron las mechas correspondientes y corrieron en dirección contraria al artefacto. Se produjo un gran estruendo y una humareda, y cuando ésta se disipó, no quedaban rastros del infortunado Wan Hu.

Hay unas cuantas decenas de nombres más que no caben en este recuento pero todos ellos tienen que ver con artefactos pesados, complicados, poco gobernables y casi siempre letales para el o los pasajeros. A pesar de todas esas aventuras, a pesar de los modernos Boeing y Airbus, a pesar de la estación espacial y de los aviones de combate indetectables por radar, el sueño de volar permanece entre nosotros.

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No es que vaya a volar en manera alguna ni hacia algún lado. Me tomo unas semanitas de descanso.