Opinión
Ver día anteriorMartes 30 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El niño de Oaxaca
E

n el desierto mexicano, manto de aridez que se extiende al norte del país, a lo largo de una imaginaria línea fronteriza, se erguía, por el año de 1887, una cadena de puestos avanzados. En ellos, el hombre blanco, a duras penas, escudando su vida con murallas y fusiles, amparaba los derechos adquiridos por la civilización. Eran las Aduanas verdaderos fuertes con primitivas obras de defensa. Encerraban un pozo de agua, una media docena de casas grandes de adobe pardo y un hacinamiento de chozas, los jacales. A su alero, el espinoso mezquite daba su mansa sombra y su perfume penetrante. Y frente por frente con la desolada llanura, el muro protector, horadado por una puerta; la pobre masa de cal y piedra se levantaba apenas del suelo como una defensa, como una amenaza, tal vez como una vaga provocación…

En uno de estos fortines, cuyo nombre ignoramos, vivió en su primera infancia un niño de Oaxaca, la tierra del zapoteca Juárez y del prócer Díaz. Abrigaba el caserío ochenta almas y asomábase sobre la ruta de las caravanas: lentos convoyes interminables que venían de la fabulosa California, perdida poco antes para México; obscuras recuas vigorosas procedentes del sur con lingotes de plata; pesadas y chirriantes diligencias ocupadas por los viajeros osados; gente trashumante. Y el aduanero cobraba la alcabala. De pronto, el chasquido de un grito rasgaba el silencio áspero: ¡Vienen, ahí vienen! Las mujeres, despavoridas, condenaban las puertas. Los hombres se aprestaban a la defensa. A lo lejos, muy lejos, entre polvo y maldiciones, surgían las plumas de los jinetes rojos, los rebeldes al blanco que en rápido asalto solían caer sobre la presa descuidada, llevándose al cinto el trofeo de las cabelleras, en ancas a los huérfanos clamorosos, para dejar tras de sí en piras ardientes lo que fueran habitaciones humanas.

Al grito de alarma, la zozobra dilataba las voluntades, trocaba aguda la mirada hecha sangre, y cada disparo debería restar un enemigo. El peligro ahuyentado, la inquietud quedaba suspendida largo tiempo en el aire como impalpable aroma de muerte. Y al anochecer, en las veladas que cruzaba el aullido del coyote, al amor de la fogata, las viejas, con greñas, de arrugas en el semblante, narraban, en la incertidumbre de la media voz, la lucha incesante con el enemigo rojo, el simún del desierto. Los hombres rudos, atalayas vigilantes, con cuencas profundas y opacas, escuchaban… En tanto, las mujeres silenciosas, cobijadas en rebozos multicolores, acariciaban las cabezas de los chiquillos, y éstos, los ojos brillantes, bebían a sorbos, sin comprender, el épico relato que a los mayores velara la realidad, y con gestos intuitivos, como para oír mejor, apartaban suavemente las manos protectoras…

Este marco austero: desierto, peligro, ancho cielo azul, encierra los prístinos recuerdos claros de un maestro de América. Su padre era aduanero en uno de esos fuertes de existencia precaria; el pequeño tendría tres o cuatro años, y su madre, concluidas las faenas domésticas, le enseñaba los principios de la ley de Dios. Suponemos que escogía los atardeceres para instruir al hijo, al primogénito, y que en aquellas horas undívagas el misterio de las palabras evangélicas cayó en el alma del niño. Fue allí donde, por primera vez, oyó las bienaventuranzas extrañas que habían de trazar el hondo surco para el porvenir… Fue entonces cuando la sed de justicia penetró en una vida llamada a abrasar. Sin saberlo, la criatura elegida formaba el camino que ha hecho de él un perseguido de Dios.

II

El peligro constante avivaba el amor de la madre temerosa, y la hacía apresurar la enseñanza divina. Temía que la voluntad del Señor encerrara para ella la muerte próxima a manos de los indios crueles, y para el chamaco, una dura existencia solitaria. Era menester prepararlo, y, tarde a tarde, así terminaba su lección:

Hijo, si un día llegare en que ya no me vieras, y sucediese que hombres obscuros y mujeres de habla desconocida te llevaran a jugar con sus hijos, sobre todo, NO LLORES. Tu trajecito será entonces de cuero bordado con chaquira menuda, adornado con flecos que se agitan al andar. Vivirás entre ellos, ¡ya no me verás!; pero recuérdame y cumple mi deseo. No olvides lo que hoy te enseño. Si la voluntad de la Providencia es que vengan por ti, quiero que, una vez allá lejos, repitas mis palabras. Dí que Cristo, el hijo de Dios, se hizo hombre para abrirnos la senda del cielo; que vino a padecer aquí abajo para redimirnos, y derramó su preciosa sangre para salvarnos a todos, a ellos, los indios; a nosotros, criaturas Todas de un mismo Padre. Les dirás una y mil veces, hasta que te escuchen y crean en ÉL. Y después de que pasen los años y tus piececitos puedan llevarte solo por el mundo, coge la ruta del Sur, y ¡anda! ¡anda! Y cuando, después de mucho vagar, llegues a donde el blanco habita, dile quién eres, dile el nombre de tus padres, dile el sitio donde viven tus abuelos, para que te lleven hasta su hogar, para que te devuelvan a los tuyos. Y ponte siempre en manos de Dios (...)

IV

…Niño de Oaxaca, el que más tarde predicara con sus propias obras, junto con el No matarás del Decálogo, su apotegma, que es anhelo del corazón y despertar de la conciencia: Por mi raza hablará el Espíritu.

¿No escribió Gabriela Mistral que él representaba una parte de la conciencia del mundo? ¿Y no dijo Romain Rolland, en plática con la insigne escritora: Es lo más grande que tiene América, y yo querría escribir su vida entre las de mis hombres ilustres?

…Niño de Oaxaca, apenas una cosa ayer en brazos de la madre fuerte, fuerte como las mujeres de la Escritura; Hombre del Continente hoy, de que hablan 20 naciones, cuyo solo nombre es todo un símbolo a fuerza de ser todo un ejemplo: José Vasconcelos.